LA MUERTE DEL POETa
BALDER
Novela
en rosa moral
LA
MUERTE DE BALDR
“(...) Contaré las gestas que me parecen
dignas de los Ases. El principio de
esta historia es que Baldr el bueno tuvo sueños terribles sobre su muerte. Y
cuando contó los sueños a los Ases, se reunieron en consejo y ordenaron
proteger a Baldr contra cualquier clase de daño.
“Y Frigg tomó
juramento. para que respetaran a Baldr, al fuego y al agua, al hierro y a toda
clase de metales, las piedras, la tierra, los árboles, las enfermedades, los
animales, las aves, los
venenos, las serpientes. Y cuando esto se hizo y se hubo sabido, se divirtieron
los Ases haciendo que Baldr se pusiera en pie en el thing y unos le lanzaban flechas, otros le golpeaban con la
espada, otros le lapidaban. E hicieran lo que hiciesen, no le dañaban, y a
todos les pareció cosa de gran mérito.
“Pero cuando vio esto Loki, el hijo de
Laufey, le disgustó que Baldr no resultara dañado. Fue a Fensalir, la casa de
Frigg disfrazado de mujer. Pregunta entonces Frigg si la mujer sabía lo que
estaban haciendo los Ases en el thing. Dijo que todos atacaban a Balder, y que no le
herían. Entonces dijo Frigg. ‑ "Ni armas ni maderas dañarán a Baldr, he
tomado juramento de todas.”
“Entonces
pregunta la mujer: “¿Todas las cosas han prestado juramento de respetar a
Baldr?” Y responde Frigg: "Al oeste del Valhala crece una rama mágica que
llaman muérdago: me pareció demasiado joven para pedirle juramento. Luego
desapareció la mujer.
“Y Loki
cogió el muérdago y lo desenterró y fue al
thing. Y Hödr estaba fuera del círculo de los hombres porque era ciego.
Entonces le dijo Loki: "¿Por qué no tiras algo a Baldr?". Responde:
"Porque no veo dónde está,
y además estoy desarmado". Entonces dijo Loki: "Haz como los otros
hombres, hazle los honores a Baldr: Yo te indicaré dónde está. Tírale esta
ramita". Hödr tomó el muérdago y lo lanzó contra Baldr según las
indicaciones de Loki: Voló la rama contra él y cayó muerto a tierra. Y hubo por
ello gran duelo entre los dioses y los hombres. (...)”
Edda de
Snorri STURLUSON, Gylfaginning,
capítulo XLIX: la Muerte de Balder
lavadores de manos
¿Quién
soy? Nunca me pudieron convertir en un buen lavador de manos. Desde niño las
estudiaba con horror: aún con gotas en sus lomos volando hacia la toalla,
animales aparatosos e inteligentes. Las veía restregarse simétricas,
enfrascadas en su eterna conversación, persiguiéndose y jugando como lobos en
la nieve.
Y más perplejo
asistía a esos otros gestos serios de doblarla y colocarla pulcramente en el
lugar conveniente. Y la precisión de aquella loca infinidad de dedos... ¡a mí
me causaba miedo!
A menudo padre humano con una
insistencia que por entonces yo no conseguía explicarme, me amonestaba por no
secarme como es debido: “¿No ves cómo todos nos secamos? ¡Se te
estropearán las manos!” Y alzaba
sus diez gusanos a manera de exhibición a la altura de mis ojos. Diez sonrisas
malignas de media luna, diez cabezas de insolentes, una multitud viscosa de
víboras me miraba: “Se te estropearán las manos. Se te estropearán las
manos...”
Esa
fue la señal. Pero en realidad supe siempre la condición monstruosa y perversa
de esos apéndices.
Discretos, pero
deformes cuando uno los observa con los ojos inocentes de los perros, los
animales los temen. Nada pone más nervioso a un perro que levantar sobre sus
ojos las dos manos y menear los dedos como si fuesen dos tarántulas avanzando
sin moverse, con diez pasos. Pero no se debe hacer si uno ama a nuestros
hermanos los perros o a nuestros hermanos los gatos a menos que alguien desee
recibir al final la mordedura o el zarpazo.
Pueden fingir largamente sobre mesas, sobre muslos, sobre brazos de
sillones o rodillas la quietud agazapada de las bestias peligrosas- (las manos
del asesino tenían las mismas terminaciones y falanges que las del santo).
Pero,
aunque callen no duermen: escuchan bien alineadas lo que ocurre más arriba:
Saben que si no se mueven hay más poder en la mente, más peligro para ellas. Si
un hombre las contemplase sin moverlas durante un solo instante, vasto, ellas,
temblorosas e impotentes, sabiéndose descubiertas, tal vez se le rendirían.
¡Nadie mira con esa humildad sus manos!
Eran extraños al cuerpo del recién llegado los seres que saltaban desde
sus bolsillos para unirse con los míos en un acoplamiento estrambótico cuya
utilidad o sentido desconocemos pero que dejamos dócilmente que efectúen sin
hacer preguntas.
Mientras allá arriba
me saludaban con la boca, yo no podía apartar la vista de sus apretones,
diminutas caricias, tanteos de reconocimiento y por fin el momento libremente
decidido por ellas mismas para soltarse, elocuente de alguna manera como el final de un beso o el silencio en el que pesan las palabras.
Me
parecía sorprendente que nadie más que yo se sorprendiera.
Solía
decirle con los ojos a mi interlocutor algo así como “¿Has visto lo que están haciendo?” Pero lo más que obtenía era una
sonrisa mundana terriblemente ambigua, terriblemente tácita... Por lo cual decidí yo también no hablar nunca
de ese sonoro escándalo y dar por hecho que los demás, -aunque callasen debido
a prudencias de otro origen-, también lo conocían.
¡Qué asco me daba ver esas hileras de manos colgando de la barra del
autobús! Parlanchina asamblea a la que las cabezas de abajo ni siquiera miran,
población semi-invisible de fantasmas, locas criaturas habituadas a la
impunidad... La mano peluda del necio, la mano pálida donde se mece el oro, la
mano inflamada por la ingesta de venenos, la mano huesuda que se crispa
blancuzca en los nudillos, la mano demasiado suave del anciano, la mano
luminosa y flexible del niño... Y cada una dueña de un ser humano. Y cada una
diferente. Y todas ellas inquietas.
A veces creía que me iba a marear
ante el silencioso griterío de las manos.
¡Qué horror
cuando las veía evolucionar como tentáculos trenzando el nudo de la corbata en
una serie de operaciones a la que asisten impávidos ojos y cerebro, abrumados
por la autonomía de esos monstruos laboriosos! ¡Qué miedo cuando sin ninguna
causa que lo explique se lanzan de improviso contra el cerco de los dientes,
las ventanas de la nariz o los párpados en una evidente tentativa de agresión
contra el resto del cuerpo! ¡Qué perversos sus juegos solitarios con los
cigarrillos, con los bolígrafos y con cualquier clase de rebordes! ¡Qué
peligrosas divagaciones cuando tamborilean superficies, pellizcan labios,
manosean barbillas, atusan bigotes, mesan barbas, rascan cabezas, toquetean
lóbulos, repasan cejas, acomodan gafas ya puestas, en una multitud de gestos
traviesos que delatan su rapacidad!
Están dotadas de vida propia. No sólo
es que no se parezcan en lo más mínimo a los demás dispositivos de nuestro
organismo –ni siquiera a los pies cuyos dedos no tienen nombre- sino que son independientes de la conciencia.
Por supuesto: simulan por lo general lo
contrario y acatan órdenes con fácil cinismo. Son como criados que mantuvieran
prisionero a su señor sin contravenirle nunca.
¡Y pensar que todo el mundo anda pegado a estos demonios simétricos como
si nada, que en la escuela se adoctrina a los niños para que admiren ese
siniestro progreso de la anatomía humana!
¡Que nadie parece darse cuenta de que continuamente las personas son utilizadas
(como gigantes cautivos de un hechizo) por esos engendros de aspecto
sofisticado, semejantes a paraguas!
Pero la revelación
más impresionante se produjo en los
“Servicios” (denominación hipócrita que trasluce secretas morbosidades)
de un restaurante a donde me habían llevado mis humanos padres.
Las manos de un tipo adulto se despercudían bajo su vacua mirada de
hipnotizado. Comprendí entonces que yo no me lavaba como los demás. Sus
pequeños monstruos se frotaban uno contra otro con una habilidad escatológica,
se rebozaban obscenos en la pastilla de jabón, adoptaban forma de piña para
raspar las uñas contra el vientre de la otra mano y con todos estos movimientos
precisos pero frenéticos producían un cloquear decrépito y asqueroso. Daban
saltos alegres en una auténtica orgía de esperma perfumado y agua caldosa
prolongando sus cópulas, chapoteos y embates más allá de cualquier necesidad
higiénica y al margen de la voluntad de su presunto propietario.
“¿Quieres lavarte tú también?”, me preguntó con un tono untuoso, esa mirada
buena con la que se les ofrece a los niños el Mal. Se revelaba como un corruptor.
Entonces, mientras
yo observaba encogido y sin reaccionar esa imagen de pesadilla ‑el risueño
alienado encadenado a sus propias manos, su sonrisa invitándome a caer ‑ los servicios se llenaron de
repente de lavadores de manos adultos, como si aparecieran todos al mismo
tiempo, con esa cualidad teatral, diseñada, significativa que tienen ciertos
momentos de la vida más vulgar.
Se sonreían y
charlaban en voz alta, bien animados, inclinados sobre los lavabos mientras en
el extremo de sus brazos... - Sí, era innegable: Las señoras del mundo se
masturbaban sin el menor pudor.
-Yo, el Poeta, he visto el secreto de
las manos como si fueran cabezas de las que colgasen hombres. -
Luego se volvieron algunos de ellos
que en el delirio me parecieron gemelos y sin dejar de sonreírme de aquella
manera viciosa, estúpida, autoindulgente, me invitaron de nuevo a sobarme como
ellos en las piletas humeantes. Levantaban las cejas en una mueca procaz que
significaba: “¿Por qué no pruebas? ¡Verás qué bien te lo
pasas!”.
Salí
corriendo y a mis espaldas aún sonaba el chillido de placer, la carcajada
convulsa y el chapoteo preternatural de aquellas diversiones ominosas.
Desde ese día me aterrorizaron los lavabos, los grifos metálicos cuyo
simple nombre –Grifo- sugiere lo
monstruoso. Los depósitos de jabón, los secadores horrísonos, la claridad
plagada de inminencias de los tubos de neón, los grandes espejos sobre los que
la víctima va a levantar su última mirada, el tétrico regurgitar y los ecos de
las cañerías, la angustia de una gota que horada el cerebro del silencio, las
metamorfosis acuáticas de las cisternas, esa compleja arquitectura de cámara de
los tormentos.
Símbolos notorios de
nuestra servidumbre. ¡Porque todos los humanos a solas o en sórdido
conventículo se encierran varias veces al día en tales lugares! Reina un
silencio espectral, vibra una atmósfera sacra. Cualquiera experimenta inquietud
al entrar en un aseo público excesivamente iluminado. No es solo el miedo a un
asalto inesperado. No solo el temor a una soledad y a un silencio demasiado
desoladores. Hay un escalofrío más sutil: Se presiente que allí sucede algo
horrible: que se rinde tributo a las tiranas.
Yo no. Ni entonces ni nunca cedí
a la detestable incitación de mis padres terrenales ni de mis congéneres.
Porque a diferencia de ellos yo... ¡yo soy dueño de mis manos!
Impresiones
visionarias... me asaltaron poco antes de que surgiese la
Diosa. Siempre he odiado la estúpida primavera: Estros fétidos de hembra,
tumescencias almizcladas de hombre en celo. Las playas son invadidas por
repulsivos intrusos. En las tardes de un tiempo gris, sobrio y frío me gustaba
dialogar con seres a mi medida -genios, héroes, archidiablos- frente al mar que
fue mi tumba. ¡Y nadie hollaba mi playa! ¡Aquello sí era poesía!
Diariamente procedía a la misma ceremonia:
Tendido sobre mi arena soñaba durante horas. Al acercarse el ocaso, de mi gabán
ideal sacaba la piedra verde y empezaba a grabar signos sobre el vientre de mi
hermana. Versos hendidos, carencias de la belleza en el mundo.
De
rodillas, inclinado hacia adelante en la actitud del orante, cuanto abarcaran
mis brazos para así no devastar la tersura de mi madre, ondas‑letras
propagadas, poemas en abanico tatuaba en la piel tersa de mi amada. Y si vais a
repetir mi ritual así habréis de proceder: Una vez que con poemas hayáis
cubierto la playa os retiraréis discretos y escucharéis la marea: Cómo ruge
contenida, amenazante, incansable semejante al lento ascenso del deseo de una
dama.
Aunque
ardas, tú no eres el que gobierna los ritmos. Aunque quieras más creciente,
debes callar imitando la paciencia de las valvas y las rocas.
Entonces cuando ya creas que no llega la Señora o que pusiste tus versos
muy altos, una ola de repente más violenta alcanzará tus creaciones. Un
latigazo más ancho se llevará dos estrofas, se reirá, rugirá piedras, se
retirará más lejos, absorta en su majestad, aunque le pidas que ascienda.
Llorarás para que rompa, le suplicarás que arrase los canales (ríos que ríen)
de las íes o atolones –lagos no hondos-
de las oes, los ramajes intrincados de tus runas.
Huellas blandas, besos semi-dibujados, fugas irreconocibles, tu
desdichado homenaje y tu carencia.
Nácar y tersura nuevamente cuando el agua se haya tragado tus signos y
los repita el abismo.
-Mas
los continuos prodigios terminaron por cansarme. Me inundaban sin control los
más extraños sabores: a cristales de veneno por los aires. Las más extrañas
fragancias: las de las sedas del lecho de hermosas decapitadas.
Pretendiendo oír viejas canciones de
niñas, un fluido de uranio me aureolaba la lengua. Veía canalidades allá donde
no existían, caminaba sin moverme, efectuaba extrañas mezclas con los elementos
del mundo, alteraba los procesos naturales y, otras veces la Tierra era una
alcoba con lámparas encendidas y sábanas semiabiertas. Me asaltaba un gran
apetito de blasfemias, sobre todo.
Tal vez por eso fue que escribí esos versos sin locura, semejantes a la
oración de los hombres, a sus anhelos de hombres, a sus patéticos conjuros:
Yo quiero ver en ti la sombra
De mi cuerpo atravesado por el sol.
Yo quiero ver en ti la perfección
Y el sonido anaranjado de la oda.
¿Bendecir la vida, amar a mis hermanos, las manos sobre las manos cuando
se pudre el crepúsculo?, ¡el amor por la miseria! ¡Qué vergüenza! ¿Y quién era
ésa a la que yo quería ver cobijándose en mi sombra mientras yo sufría el sol?
Mas la puntual marea se llevaría mi
hechizo y podría yo seguir fabricando más enigmas...
... De mi cuerpo atravesado por el Sol
Yo quiero ver en ti la perfección
Y el sonido anaranjado de la oda
Un fustazo más certero de agua y no quedó del
primer verso ni la sombra:
... Yo quiero ver en ti la perfección
Pero cuando ya me marchaba contento de que las cosas siguieran el mismo
curso de siempre, cuando ya me abotonaba mi paletot
ideal con esa satisfacción
siniestra ‑hombre de paz o de orden que no quiere más problemas- cuando ya iba
a soñar con soñar más reflejos de reflejos en la semi-ensombrecida niebla...
...A mi espalda madre Mar la Destructora sorbió piedras con insidia diferente, con
más saña, estremeciéndome. Y yo con miedo, sin volverme del todo, miré el lugar
de mi poema, el lugar que había ocupado mi‑maldición‑mi‑poema: ¡Brillaba bajo
el agua como si las hendiduras se hubiesen llenado de algún metal fundido! Ya
nunca se destruirían.
Además,
la capa de agua actuaba como una lente aumentando su tamaño y parecía un cartel
monstruoso: ¡El de mi propia desdicha!
Entonces punzando aún un poco más las fibras
del horror resonó a lo largo y a lo ancho de toda aquella comarca, un sonido
transcendental (yo no puedo recordarlo, no puedo ni concebirlo), un zumbido que
crecía: Me giré y en el Este, a la luz del atardecer surgió la visión
siguiente: El rostro de una mujer tan grande
como una nube, atravesó el horizonte de un extremo al otro (hacia el Oeste) sin
mirarme. Tristemente hermosa, con una lentitud y una dulzura que no son de este
universo.
(Nunca puedo ver sus
rasgos.
Es lo único que
busco.
Lo único que siempre
quiero).
Así conocí a la
Diosa.
DESDE ENTONCES MIS CANCIONES ya no se borraron nunca. Cubrían
toda la línea de la costa y la marea los engullía en instantes recapacitando
oscura para después convertir las letras en metal iluminando las aguas. Era un
momento semejante a ese que sufren las ciudades en el ocaso, ese temblor
vacilante antes de que en la anochecida prendan de golpe sus luces.
Yo no quise comprobar si el prodigio
seguía por la mañana. Era mejor avanzar, bendecir otras arenas. Así me fui
distanciando por las cornisas del mundo, de la casa de mis padres. Y recorrí
muchas costas inundándolas de estelas. Y en todas me custodiaron la soledad y
los himnos.
Y soñé una banda ancha de conjuros como si pintar pudiera el labio de un
continente (cual, si solo hubiera playas, no frenasen mi periplo las cancerosas
ciudades). Terminaciones fragantes y pezones de la muy pequeña tierra, rebordes
casi insulares, rompeolas diminutos del mucho mayor océano.
Y siempre al atardecer se repetía el
milagro: surcaba el Cielo mi Diosa. Desde Levante a Poniente -yo no puedo alzar
la vista- mientras el Cielo retiembla con multitud de insinuaciones, pasa, está siendo, en mágica travesía.
Pero un día sólo
pude registrar este presagio:
Una luz azul te atravesó
Y convirtió tu imagen en
recuerdo.
De presente inconmovible
realizó
Una estatua de silencio.
Solo cuatro versos
que oí, como los otros, desde el fondo de mi ser y en el amor de las olas y del
viento y de la playa. Solo esos pocos versos y ninguno más en todo el día. Los
repetí con asombro, sin quererlos entender como no entendía casi ninguna de las
cosas que escribía pues no soy el que gobierna el decurso. Ni el inventor de
los ritmos. Ni el dios de la despedida. Ni el alma de los reencuentros. Solo el
dueño de mis manos.
Todos
los poetas saben, solo los poetas saben cómo sir
ven de ataúdes los poemas. Son semillas y canales
y seres que nos rebasan como al brujo el sortilegio... Sin embargo, comprendí
desde el principio, aunque no quise: No
vendría más la Diosa.
Lancé
al mar la piedra verde con la que hendía los poemas. Me recogí agazapado a
esperar la desaparición del sol, la muerte del día, el derrumbe de mi año. Y
cada ola al romper más nocturnal, rompía en mí más adentro devastando juventudes, entusiasmo,
arrogancias y victorias. Siempre humilladas victorias que nos hacen comprender
dónde hallaremos por fin una victoria absoluta.
No vino; mis versos se destruyeron.
Y SIN
EMBARGO ESPERÉ TODA LA NOCHE volviéndome un poco más loco, un poco más
estúpido, un poco más feo a medida que la Luna iba hundiéndose.
Como un ser que acaba de ser expulsado de una
morada submarina donde todo era ondulante, grave y lento, mi cara poco antes
del alba reconoció la bofetada del aire, mis oídos el chirriar de unos
columpios oxidados. Las estrellas profundas me clavaron el frío en el pecho sin
que mi desgastado abrigo consiguiera acorazarme. El sonido de las olas
demasiado poderosas, incansables, siempre iguales me hastiaba. Vinieron por fin
esas lágrimas que uno no sabe si nacen del desamparo del corazón o de la
inclemencia en los ojos.
Al
amanecer, el gañido de las gaviotas, la frescura de la arena, los grandes
cielos, aumentaron mi desidia y pensé en matarme ante esos ojos circulares,
atónitos, desprovistos de sentimientos. Pero en la parte donde surgía la Diosa
(a la única que busco, la única que siempre quiero), apareció una figura.
Una figura humana.
Para quien ha pasado mucho tiempo en el bosque acompañado por las rocas,
los árboles y las aves, obedeciendo las leyes del sol solamente, resulta
extraña al principio la visión de sus semejantes: El cuerpo del ser humano es
demasiado alto, demasiado inquieto, demasiado raro, demasiado peligroso.
Sugiere un exceso de acciones. Se comprende entonces con un escalofrío lo que
sienten los demás animales al vernos.
Era una muchacha rubia vestida como visten las muchachas en mi tiempo:
una tosca piel azul ceñía sus muslos, una blusa guarnecida de botones servía de
velo a sus senos. No era como la carne viscosa de los peces, no se parecía su
camisa al plumaje de los pájaros. Y aún menos su manera de avanzar al borde del
agua: sonriendo como nunca hacen los gatos ni las nubes, deleitándose con la
brisa, con el juego de las luces en el horizonte o quizás con sus propios
pensamientos acerca de todo eso.
Y,
sin embargo, humana, ese era también el tejido que a mí me cubría, vestigio de
mi vida anterior entre los lavadores de manos, aunque hasta entonces no hubiera
pensado en ello. Y aquella clase de movimientos de la muchacha –sofisticados,
reflexivos, estériles- eran también los que de forma espontánea desarrollaba mi
cuerpo, muy lejos de la fijeza del lobo al acecho o del balanceo de las algas.
Se
acercaba, jugaba con una flor o un tallo entre sus dedos, algo que habría
arrancado sin ningún propósito al pasar o con una intención tan extraña como el
hombre. En cualquier caso, una criatura muerta, muy pronto marchita, que
colgaba de su mano como una piltrafa sacrificada a su estupidez.
La
Diosa no tenía voz si no eran los poemas que la invocaban. No llevaba una
corona ni una veste de lino ni un jarro de oro. No desprendía perfumes de los
que se crían en Arabia. Nunca llego a ver su rostro. Lo único que siempre
quiero.
Pronto
podría distinguir los rasgos de la muchacha. Sus ojos. Tal vez, puesto que se
estaba acercando, me hablase y detrás de su tono se adivinaría la historia de
su persona igual que por los ecos que el agua hace en una cueva puede adivinarse su relieve. Ya me levantaba
para evitar el encuentro cuando vi que ella cambiaba de dirección y se iba
metiendo despacio en el mar, con esa determinación suave de los que quieren
ahogarse. La llamé, se volvió hacia mí e hizo un gesto con la mano igual que si
me saludase desde una loma.
Así perdí a la Diosa.
DURANTE HORAS ERRÉ POR LOS AMARGOS CAMINOS
buscando la cinta negra de asfalto que me llevaría a las ciudades.
Los senderos eran silentes, desiertos, pedregosos,
barridos por el viento de la muerte y todavía se oía el mar. El polvo y los
escarabajos mis únicos compañeros como en las sendas perdidas de una olvidada
isla.
¿Y no había yo roto todo contacto con mortales? ¿Por qué entonces
recordaba tantas cosas y su lenguaje en mi mente? ¿Y no había sido transtornado
por la visión, desordenados para siempre mis sentidos?
Y sin embargo mi corazón todavía comprendía las cosas... ¿Había sido real
aquella muchacha? ¿Se la había tragado como a mis líneas el océano sin que yo
fuese capaz de arrojarme al mar para salvarla? ¿Muerta...?
Pero pronto, zumbidos que crecían y se
alejaban como no hace nunca el Viento, palos desnudos diferentes por lo pelado
de sus testas a los árboles, un perfume violentamente vinoso en nada igual a
las flores, me avisaron de que llegaba a otro mundo, regresaba al alquitrán de
las ciudades, y dejé de oír al vasto, de oír al padre, al cerúleo, al purpúreo,
al Mar salobre.
Señora, ¿queréis que engulla
este alquitranado trago?
Señora, ¿queréis que bese
estas ondas de cicuta?
Lugar horrísono donde se rompe la
carne velozmente: La carretera. Tal vez la muchacha era la primera persona con
la que me había topado de playa en playa al aproximarme a las ciudades. Tal
vez. Y lo único seguro era el amor por Diosa y que yo nunca soy dueño de mis
actos, solo dueño de mis manos.
¡Mis ojos ya no los bañaba el
prodigio! No podía soportarlo. Gris como la carretera. Tóxico como las toses. Y
sin embargo eran estos hierros, estas luces, estas prisas, el camino que seguía
al diálogo con muertos, la voluntad de la Diosa.
Con un gesto de una dignidad mucho
menor a la que se ha de tener cuando en playas marques signos, me coloqué a las
orillas del oleoso barro negro
endurecido, río de máquinas y estallidos; y llamé con mano de vagabundo, para
que alguno me recogiera.
- Soy un ciudadano enorme, muy
moreno, velocísimo, de una gran urbe costera del extremo Sur de Europa ‑ presumió el que
me había parado ‑. A menudo atravieso varias
veces este infierno de metales restallantes, sesos y tapicerías.
El
sonido de su coche en poco se parecía al débil campanilleo de las esquilas que
al atardecer solían entretenerme en mi duna. Este era bronco y profundo.
Retumbaba sobre el fondo de mi estómago como un continuo oleaje.
Ese hombre ‑ el que el
destino me había deparado, hablaba muy rápido y sus palabras cantaban no a la
Luna sino al Ego, pero al menos lo hacía en verso (como yo) ... Confirmando sus
palabras (sus palabras, sus palabras...)
pude ver un cadáver derribado sobre la sierpe-petróleo, nuestra ruta en la
calzada. Había sangre y ropas tiradas alrededor. Uniformados guerreros-policías
nos indicaban con gestos de manos que
aminorásemos la marcha, aunque mi conductor no hiciese caso:
- ¡Amo mi río de guerra! ¡Amo
a mis enemigos,
peces de colores tétricos que
no osan mirarme si les supero!
Si arde el sol sin detenerme,
brusco me arranco la blusa
provocando numerosos
accidentes femeninos.
Amantes speediítivas me
adelantan en sus bólidos
sacando medio cuerpo
frenéticas
por la ventanilla para lanzarme
besos al aire y mensajes que se fugan!
‑ ¡Los centinelas de las
postas me conocen cuando llego
los bafles a pulmón pleno
afilando
el vaho de las gasolinas!
- Disipo el tedio acosando a
las familias (siempre que sean honestas),
encabrito a sus corceles con
los mordiscos del mío.
- 0 insulto a los camioneros
aun sabiendo que me pueden.
- En los semáforos donde vibro
de impaciencia
relucen mis brazos de bronce cerca
de pálidos de casada...
(si fuera libre se iría,
enfermiza de deseos,
en el canto de sirenas de ambulancias).
- Siempre compro en las
murallas
tabaco, pañuelos, drogas,
besos de las
tobilleras,
el timo de la frontera y de la fuga
con pulsera con sus falsas esmeraldas...
en el coche de
gitano tapizado de leopardo
Charlo con chamarileros.
Fumo entre las buhonerías
junto a la chusma y el Alba.
DESPUÉS DE recitar esta veloz canción, con la cual se presentaba, El Rey de la Carretera
quedó tristemente callado; como si se acordase de sus miserables compañeros en
las puertas de la ciudad, esa caterva de
centinelas y de espabilados, de guardias, dublé y ladrones, de hombres
nocturnos que vigilan una frontera (o las salidas de una ciudad) y de otros aún
más nocturnos que la traspasan con diferentes propósitos.
Yo recordaba que ya no
existían Murallas en la mayoría de las ciudades. Pero existían aún las Afueras
y los Controles.
Serían horribles, monstruosos,
gentes del “limes” pero él los amaba
sin duda con una mezcla de menosprecio y de pena, igual que se amaba a sí
mismo. Encendió un cigarrillo que olía a yerbas como ese medio secas que yo
recogía para encender una hoguera.
- Y tú quién eres ‑me espetó.
Mejor no me hablara nunca.
Lo había dicho sin mirarme, distraído como un general que pide a su
asistente le traiga más tinta mientras firma documentos que confirman diversas
ejecuciones. Pues la carretera avanzaba casi triangular hacia nuestros rostros y
los sobrepasaba, una pasta negra y granulosa que nos íbamos tragando y volaba
tras nuestros oídos. Superábamos a otros vehículos casi rozándolos y los
lavadores de manos, los peces de colores tétricos nos miraban de soslayo,
encogidos sobre sus volantes, sin atreverse a desafiar al que imponía su ley.
Comprendí que debía calmarle y canté:
-
Yo soy
el agua lasciva de un puerto a medianoche.
Calmada, caliente e inquieta,
amo este iris de aceite, soy oscura!
Las luces de tierra firme
acarician mi lomo
y ellos creen que pertenezco
a la ciudad
(de ahí tales confianzas).
Iíííííííííííi!!! Un frenazo y mi cabeza
se estrelló contra la luna de delante. Había estado tan absorto en ser el agua que ni siquiera me había
dado cuenta de que habíamos entrado en la ciudad como cayendo, acelerando con
la progresión de cada verso, buscando partirnos la crisma.
Me palpé la frente: tenía sangre...
El conductor se reía de mí, me acercaba
su cara a mi oído, los bocinazos a nuestro alrededor le hacían coro, el plasma
se deslizaba hacia mi frente y mi ojo izquierdo; y el frenético demonio ‑mientras
yo salía tambaleándome de aquel infierno de coche- prorrumpía en blasfemias:
‑ ¡Oh coche que
guiaste, oh coche más gentil que un Audi o un Lada ! ¡Oh coche que juntaste
cabeza con cristal, cabeza en rota testa transformada.
Y así, otras transposiciones obvias y simplezas pegadizas
que me atormentaban.
....
.... .... ... .... Cuando pude serenarme y se paró la
hemorragia me di cuenta: ¡¡Me había olvidado ‑ ¡la agitación, el
maldito ruido! - de lo único importante, lo único que siempre busco, lo único
que siempre quiero!!: ¿Qué sabría de la
Diosa aquel loco fulgurante?
....
.... ... ... Cuando conseguí sentarme sobre una
especie de piedra, sobre un trozo
de pequeño prado,
bajo algo parecido a
un árbol, rodeado
de envoltorios,
chucherías aplastadas, cromos viejos y cristales, palos de polos, viscosas
bolsas de plástico...
- ¿Qué sabrá él de mi Dama?
... Noté cómo sobre mi corazón
avanzaba una dimensión maléfica, hasta entonces ‑ ¿¿hasta entonces??‑ no la había conocido mas la llamé por su nombre: “Arrepentimiento”.
Escuché las explosiones multiplicándose
a mi alrededor en todas las direcciones, los estallidos de los motores
rugiendo. Y los rostros desdichados, contraídos, ensimismados, siempre
sufriendo...
... Como cantos rodados llevados por el
torrente.
Y aún más: Vi la Lujuria fluyendo entre
esos minerales... Deliquios de gran ciudad, deseos de violadores, patéticas
radiaciones, delicadas, furibundas, hirsutas..., de cuerpo a cuerpo...
-
Señora, ¿por qué me arrojas
A
horrísono laberinto?
¿Qué es
lo que quieres que piense?
¿Qué es
lo que quieres que haga?
Oré así y me dije
que debía olvidarme de todo salvo de las puertas secretas en mi cerebro. La
sombra maléfica no había desaparecido, aún rondaba por allí, en algún rincón de
mis jardines interiores, envenenando mi aire, amargándome. Pero, aunque todavía
me dolía el golpe, mi fuerza me susurró que el
mundo es pequeño, pequeño... Que los seres están regidos por los hilos y los hïelos de la Luna. -
Entonces, seguramente, - y si la Luna quería-, pondría en mi camino al loco, al
Loco... Otra vez. Con más fortuna. - Y yo no me olvidaría ya de lo único
importante.
- ¿Qué es lo que existía antes de que crepitara el fuego, de que silbaran los vientos, de que rodaran
las piedras, de que zumbara la estrella, de que se rajaran nubes, de que
murmurase el río, mucho antes del mugido de la tierra?
- Aunque él no tiene
manos es quien toca los contornos de los actos. Aunque carece de voz, en él
pesan las palabras. Aunque no perturba oídos, sólo en él suenan las almas.
Música sin melodía. Blanca o negra. Paso de ángel o vacío. Displicente o
absoluto o sepulcral o violento. Somos a él reducidos. Lo guardamos, lo
rompemos, lo imponemos. Comprensivo, amenazante, el Gélido...
- Cuando acabo,
sigue él con otros versos.
un
viejo bardo lascivo
del tiempo de la IV Cruzada era el que había proferido aquel pésimo simulacro
alzando sobre el fragor frenético y más que furibundo del tráfico su voz de
grajo y los acordes del guitarrón.
‑ Me llamo Himpertin ‑dijo‑ y mi aspecto os
resultará familiar porque con vestimenta roja soy uno de los que supuestamente
adoran al Cordero Místico en el retablo
de los Van Eyck.
- Adivinanza sobre adivinanza ‑suspiré hastiado‑. ¿Por qué no te vas,
demonio?
‑ Siemprevoy y siemprevuelvo... –Contestó-. Otros opinan que
mi primera encarnación se registra en la puerta sur del crucero de la catedral
de Burgos o en la del Sarmental o tal vez en la Puerta de la Coronería. Pero
sin duda aparezco en la Escuela de Atenas,
junto a la hornacina de la derecha, entre la estatua de Atenea y el globo que
sostiene Zoroastro. Más demacrado miro al que me mire desde La Rendición de Breda, desde el centro
del espacio entre las lanzas españolas y el caballo de Spínola.
- 0 sea que eres
–concluí ‑ el mismo viejo sin nombre que
sale en todos los cuadros.
- También salgo en
casi todas las instantáneas históricas ‑me corrigió levantando el dedo índice ‑. Uno más en la multitud de marineros del Potemkin. Mis manos han
actuado en películas de culto sirviendo un bourbon a Rita Hayworth o
desplegando un periódico cuyos grandes titulares anunciaban tapándome por
completo “POR FIN ESTALLA LA GUERRA”.
- Sí, yo sé muy bien quién eres –repliqué-: El
cochero que silbó
la tonada que
incendió
la cabeza de Beethoven.
- ¡Ése soy yo, señor! –Exclamó el pobre
juglar aferrándose a un relámpago de entendimiento. Se arrodilló, estaba
exaltado-: ¿Soy nadie?
- no, no eres nadie ‑le tranquilicé apiadado‑. Una buena adivinanza –añadí- debe ser
descifrada fácilmente en cada uno de sus signos por el que conoce la clave y a
la vez con cada uno de ellos despistar al que la ignora, de manera que su
búsqueda vaya de aquí para allá, errando por lugares opuestos: ahora puede ser
Islandia, ahora la Polinesia. Y esto más
o menos queda hecho.
‑ Está prohibido ‑continué
tras un silencio ‑ en una buena adivinanza arrojar indicios falsos o
excesivamente turbios. Los desafiados podrían, una vez resuelta, demandarnos
por ello.
‑ Es verdad ‑rio el viejo, feliz como un niño que tras padecer una pesadilla es
consolado con cuentos ‑.
Yo eso siempre lo respeto.
‑ Una bella
adivinanza –proseguí ‑ sirve para cautivar una imaginación y obligarla a
moverse no se sabe muy bien hacia dónde. Es como llevar a alguien a una
habitación en tinieblas avisándole de que debe reconocer algo, ¿cómo se
sentiría?
‑ Sí, ¿cómo se sentiría?
‑Berreó el poetastro ‑. ¿Y cómo se sentiría?
‑ Creería por lo
menos que va a dar con un vampiro –continué ‑, con los pechos de una diosa, la
palanca de la máquina del tiempo, los bigotes de Mazarino. Así muchos dirán Dios si se trata, como ocurre en tu
acertijo, de algo abstracto. Mas no importa lo que digan, lo que importa es lo
que sientan cuando barrunten a tientas. Y recuerda: De una buena adivinanza
jamás has de prestar la llave destrenzando los esfuerzos, ¿qué vas a perder
callando?
‑ ¡¿Qué es lo que
pierdo a la chita ‑aulló
festivo ‑, al chitón, a la afonía,
al callaté wuteschnaubend?!
‑ Pierdes –observé
sin hacerle mucho caso- nada más que al auditorio sin ganas de sostener
desafíos. Urde los velos de la intriga y luego aguarda. Has conseguido que
entren en un cuarto de penumbras, esperando tropezar con misterios voluminosos.
Y esto no sé ya si tú lo has hecho. Y esto era lo sobre todo, lo único
sobreimportante –concluí imitando su estilo.
-¡¡La adivinanza no
es un enigma pues este es algo más serio!! ‑, disertó a su vez acelerando el ritmo de sus palabras como si intentase
alejar su mente de mi conclusión ‑. ¡¡¡ Si un enigma vale 4, una
adivinanza 3 y un enigma por su parte cuesta menos que un misterio y el
misterio vale 5 pero toda adivinanza (precio 3) contiene por lo menos un
misterio (2 en precio), entonces la adivinanza es un acertijo presentado como
pasatiempo y acertijo igual a 1, pasatiempo igual a 0!!!
- Muy cierto
–contesté, nada impresionado ‑. Una buena adivinanza nos hace rozar una piel
extraña, nos envuelve en una niebla de presentimientos. Queremos ver el rostro
y no podemos... –(Y aquí mi corazón sufrió un vuelco al acordarme de...) ‑ Por
eso cuando queda resuelta, resulta tan trivial.
Callé apesadumbrado:
¿Sería posible que recuperase a la única que siempre busco, la única que
siempre quiero? Luego, yo también hui mediante el vano ingenio: recité
acelerando:
-Acertijo vale 1.
Pasatiempo vale 0.
Págame el Secreto:
2.
Y 3 por la
Adivinanza.
Si fuera un Enigma:
4.
Porque 5 ya es
Misterio.
Siete u once tú me
debes por hallar nombre al
... silencio.
“Y toda esta habilidad...”, lloraron telepáticos (pues no hablaba con su voz) los ojos verde-grises
del senecto cayendo a fondo en los míos ‑: “... Cuarenta, cincuenta años o hace siglos... al menos ya no puedo
evocar cuándo... qué tarde de mí niñez, sobre qué trozo de papelucho, qué verso
estúpido, medio plagio, urgido por qué ansiedad, devoto de qué locura, de qué
dolor, desde qué soledad cuyo sabor ya no recuerdo, pensando en los oídos de
qué amigo, en los ojos de qué dama, de qué madre... el primer arrebato de
inmodestia ni las primeras gracias de verdad al Cielo... ¿ cómo empecé yo a
trovar., cuando me inicié en el mal, por qué contraje este juego? Ah, la larga,
la absurda historia de mi enorme habilidad...
“Y he aquí mis manos tontisímamente
diestras... de yemas endurecidas, las falanges amarillo hueso, el pellejo de
entre los dedos fino como ala de mosca... pulidas contra el brocal del pozo de
mi guitarra...
“Yo monarca sin igual de la mitad de la
vida, presidente de todas las asambleas sin poder decisorio, un ave de ligereza
mientras los hombres trabajan, mientras las mujeres aman, mientras los grandes
guerrean...
“Y toda esta habilidad masticando las
palabras, amasando viento y brisa... Y esos desenvainares de brutos
desafiados...y los puños de los necios (no sabían ni encajar un serventesio)
... Rey al que dibujé los cuernos, liebres que capturé a horcajadas sobre un
buey...
“Todas las damas rendidas, todas las
amas sin cuerpo... Esta loca, estúpida habilidad de la que siquiera quiero y de
la que ya no voy y de la que ya no puedo desprenderme, aunque lo anhele ... De
la glaia con la faia y de gelós con trasvós, mi reconocible vicio en las
fondas y en las rondas de tabernas, pasacalles, simples aleluyas…, una multitud
de sandeces. ...
“Y de an-dar con-tando cuán-tas sí-labas en frases de los
rufianes que cruzan, estrofas en cantinelas del cochero que pasó... formas en
las narraciones y en las consejas del
pueblo ...
“O de andar siempre acechando mayor
inhabilidad, la siempre insana en careta: envidia, avaricia y calco de los
latines de otros, descensos e imitaciones.
“Y esta audacia reputada, mi
imprudencia reconocida en palacio: Los felices se divierten, me regalan
santiamenes de su amparo, ochavos y raspaduras...
“Esta pericia que aprendí para el amor, -el verdadero, el de lohng-, rojos fuertes en mis rasos de
farándula, mis pullas de eterno ebrio...
“Y aun ahora, decrépito... en las pupilas de bellas...”
Se desmayaba, pero se apoyó en el guitarrón, lo puso bajo su axila, se
recolgó su tinglado que campanilleó al alzarse, acomodó su bonete y dándome la
espalda y sin gastar señal alguna de adiós, se fue alejando con un melancólico
flotar de borlas en torno a los tres picos de su sombrero. Y a cada paso ‑zancadas de atleta sobrecargado,
faltas de apresuramiento como son las de aquellos que tienen la calle por casa ‑
se confundía más con el gentío de lo que ya no parecía una ciudad a espasmos
soliviantada por explosiones motoras, lujuria de gente sola, irradiaciones de
ondas, una ciudad de mi tiempo,
sino otra igualmente febril ‑con individuos que también hormigueaban
conjuntados aunque deambulasen fijos en sí mismos ‑, igual de cruel pero ajena
a la gasolina y a los voltajes, un castro marrón y gris visitado todavía por la
lepra.
¡Qué
extraños son tus heraldos!
Distintamente, como un eco, pude
escuchar en el interior arborescente de mis desiertos cerebrales su canción de
despedida; la del juglar. Semejante a la
salmodia de un mercachifle o al canturreo amedrentado que murmura un niño,
porque es de noche y ha de atravesar un bosque:
“Es la hora de
comer
pero yo no tengo hambre.
Es la hora de dormir
pero yo no tengo sueño.
Es la hora del trabajo,
de la dignidad,
del hombre.
Ando perdido en los muelles, borracho,
hecho
un poema.
-
Nosotras
somos fráhíles y ermosas .
tan frájiles como hermossas. tan ermosas
como la indefensa fuerza...
Los sábados se emborrachan y derriban nuestra puerta
(¿por qué no la de sus mujeres?).
Se tambalean atónitos por la paz de nuestra alcoba un
instante
(pues nosotras ‑mimosas necesitadas de calor- dormimos
juntas).
Uno escupe pensativo, otro eructa... Por fin un
tercero
suele lanzar un grito que les lleva a abalanzarse...
¡Mi hermana la más hermosa es la seda que antes
sucumbe a sus sedes!
Y nos pegan y nos llevan a hacer cosas con las luces
encendidas,
toda la casa en vela otra noche, la nevera devastada,
la televisíón clamando, en el salón mi mamá...
Nos han avasallado mucho. No sabemos defendernos.
Nada sabemos de sangre...
¡Pero es que por más que nos arrasen, no se
sacian! Vuelven siempre, quieren
arrancarnos... ¿qué?
No pueden.
Eran tres mujeres de un tiempo todavía más discordante, de un mundo aún más violento que la Era de la Riña,
de una Edad cuya aleación sería inferior al Hierro ‑( y allí ellas las únicas
que “mantendrían la fortaleza de los fuertes sin pasión ni apego, el deseo que armoniza
con la rectitud de vida”) las que habían proferido con sus voces melifluas aquella romanza
frágil, hermosa.
Desde los talones del viejo había visto surgir, desde el otro extremo de
la plazuela, una fumarola luminosa de
tres colores que avanzó hasta mi banco, un sortilegio emanado de sus
botas como su canción al marcharse, su penúltimo regalo de despedida.
Su resplandor
podría compararse a la luz de mil soles que brillaran a la vez en el
firmamento. Esa mole luminosa me impedía contemplarlas ‑como a la diosa en la
playa - pero sus voces de timbres insólitos, sus bellas y perfumadas cabezas
inclinándose por turnos, bastaron para hacerme comprender: Ya no estaba más en el castro gris visitado por la lepra ni en un trozo de
prado rodeado de inmundicias y de tráfico. De nuevo me hallaba solo, conmovido,
en medio de mis jardines cerebrales, frente a un turbio estanque. La aparición se
había desvanecido.
Prodigio sobre prodigio, mi recinto
era un jardín sin bordes, predio sin visibles verjas. Había fuentes y parterres
inmaculados pero los árboles carecían de hojas, sus flores eran joyas
refulgentes. En el lugar de las frondas brillaban esmeraldas y otros arbustos
tenían azules gemas.
- Mira esa piscina; es el turbio Arrepentimiento ‑sonó la voz de Himpertin.
- ¿No te aburres aquí solo? ‑preguntó el
frenético de la carretera.
Con gran calma
respondí, como si aquella fuera desde siempre mi casa, como si fuera mi playa:
- Noestoysolopuesaquí
hayvibracionesyjoyas
vida en murmurar de fuentes, caricias varias del Cielo
aunque no huela a mujeres ni vaya a arder como antes
a la vuelta de un camino
el resplandor sonriente de los ojos de un amigo.
Me acerqué a, la
sombría pileta donde los insectos ciegos, los peces de la basura, los niños
muertos y seguí mi oda:
- Ni languidezco yo
solo en acristalado aprisco,
separado de las algas, lejos de los limoneros
(no rozan mi piel las plantas no besa mi piel la lluvia)
pues incluso en esto existes: en mi huerto sintétíco
fosforeces:
potencia de Tu relámpago, inervación que los hombres
atraparon:
cables, máquínas o luces.
Yo iba a caerme, yo caía ... Ahora estaba de puntillas sobre el filo de un rascacielos, sin miedo
no obstante a lanzarme sobre el millar de luces de allá abajo: azoteas de
Bombay, guests-houses, oficinas de Manhattan... seguramente la ciudad
del futuro: con lo peor de la India (su miseria) y lo peor de Occidente (su
torpe mundanidad).
Sin duda esos dos sujetos con los que
topé al resucitar a un mundo de exilio- el Loco de la Carretera y el Bardo- no solo me embrujaban alterando a voluntad mi
entorno ‑ahora una urbe de fin de siglo, luego un burgo del tiempo de las
cruzadas, más tarde un paraíso de alhajas ‑ sino que se apoderaban también de
mi corazón y me apartaban de mi búsqueda.
Y aunque gracias a la
aparición de las tres frágiles, las hermosas, pude conocer el recinto de mi
soledad sin bordes (manchada por turbio estanque), solo había durado un
instante y ahora, -erguido como un Cristo sobre la megalópolis-, amaba a todo
el Greenwich Village, tenía amantes en Juhu Beach a docenas, en Malabar Hill a
puñados.
-. Lo más extraño es que
abajo, en ese mismo momento, bullían todas las historias en curso...
Podía haberme apartado a pensar un
poco en la azotea, tener un poco de cabeza esta vez para ver a qué aventura
entre tantas me lanzaba: el divorcio de los Zimmerman en la ciudad que nunca
duerme, la seducción entre lotos de Parvati, el depresivo partido de baseball
cubano, local con los
Rodríguez o quizás el futuro de los estudios del pequeño Vishvamitra. A decir
verdad, historias algo pesadas todas ellas, pero unas menos pesadas que
otras. Detrás de las ventanitas ¡mis
familias discutían, mis diez mil mujeres sufrían! Indeciso, no sabía hacia
dónde tirarme pues todas las aventuras estaban en proceso al mismo tiempo y yo (mis dobles) podíamos participar en
todas.
- Así que cerré los ojos,
me arrojé al abismo y de repente... me vi en la inauguración de un pabellón polideportivo
cerca de un concejal de cultura y de otras autoridades y según suben los
enchaquetados, ¿a quién veo? Al orate de la carretera, el mismo que me condujo
a la capital de los delirios.
Me miró mientras se
encaminaba a participar en aquel odioso acto, llevaba la misma ropa que antes,-
pero con otra compostura. Sus movimientos se sincronizaban, fatuos, con los de
aquellos pistoleros con cargo. Estaba muy guapo con su traje negro de
guardaespaldas.
- Cae a otra historia, a otra
historia
-me transmitió sin articular palabra-
como de un sueño a otro sueño,
de una belleza a otra,
de un trabajo a otra fatiga,
de un pecado al inferior,
de una hazaña a otra mayor,
de un tormento a otro tormento,
cae a vidas giratorias.
Esto dijo con sus OJOS y como si sólo se hubiese tratado de una fugaz alucinación, de un suceso
puramente mental, me encontré de nuevo en la cornisa del bloque.
- ¡Así era entonces la vida de los mortales! –Me maravillé (pues quizás a
través de un único sueño había por fin entendido el enigma de los enigmas: la
suprema adivinanza) ‑. Una infinidad simultánea de historietas en las que nos
vemos involucrados, actuando con gran pasión. Obritas de teatro, ensueños,
reflejos, comedietas, participaciones de algo más entero, melodramas, copias de
algo más prístino, suburbios, operetas que rugen ahora mismo ahí abajo en su
actividad neoyorquina.
- Pequeñas tonterías, seres de sainete que hacen cosas como inaugurar un
polideportivo, en las que debemos participar comedidos, aunque no nos las
creamos. Verse involucrado en asuntos que en el fondo no son los nuestros,
despertarse de repente convertidos en muñecos de madera o en escarabajos.
- Siempre amnésicos, semi-despiertos, casi borrachos, furtivos, en
trance, exiliados, perplejos, necesitados, entre brumas siempre...
- Ser arrastrados, zambullirse en un delirio, volar en todas direcciones
salvo en la que conduzca al reposo.
- Estar charlando de sus problemas
con esta mujer, viviéndolos mucho, sufrir familiarmente los tristes conflictos
judiciales.
- ¡Así que esta era la vida de los mortales! – canturreé tras tomar aliento,
coreado por la trepidación de rickshaws‑. ¡Un delirio! Un sueño. Teatro.
- ¡Vivir todo infinitas veces y simultáneamente! ¿Los veinte siglos están
ahora mismo en curso? ¿El bardo es el mismo viejo lascivo rodeado de sans-
culottes en el cuadro de Louis –David? ¡Yo ya lo he viviendo todo!
- ¡”Yoyaloheviviendotodo!” ¡Ja! ‑ Se burló Himpertin desde algún recodo de mis caminos cerebrales
puesto que en el rascacielos no se le veía. Su voz sardónica en mi cabeza hacía
menos trágica mi situación, pero más absurda, como una orquestina de carnaval
escuchada desde la cama por un moribundo.
- ¡Me gusta personarme en los
momentos estelares, concilios cadavéricos, batallas de Austerlitz! ‑Entonaba fascinado por su propio discurso‑. Me parezco al periodista y al profeta, al testigo,
al detective, al implicado, al confidente, al criminal, al armamento secreto.
Me parezco a la epidemia y al Espíritu del Tiempo.
- “Entonces” ‑me dije a mí mismo sin hacer caso‑ “era algo así como un
juego fatídico, un baile de inválidos, el tiovivo donde alguien acaba tosiendo
sangre, esa confusión de un circo con payaso ejecutorio... Pero quizás ‑me
corregí evocando al rey de la carretera, su servilismo de hipócrita ‑ no viva
así todo el mundo, sino que este dislate, esta mentira, este error, esta sopa
hecha de los rayos de la Luna, esta sinsubstancia, este torbellino de giros
multicolores solo sea la película proyectada por nuestras propias mentes
imperfectas”.
- “Aquellos
que adoran a los semidioses, nacerán entre los semidioses;
aquellos que adoran a los antepasados, irán a los
antepasados;
aquellos que adoran a los fantasmas y espíritus,
nacerán entre esos seres...” ‑ blasfemó mi anciano demonio como antes lo
había hecho el demente en su coche.
- “Quizás –continué-
la vida de los mortales solo transcurra así para nosotros: una repetición
desesperante de inanidades dolorosas. Y quizás para otros más sabios no se dé
este tobogán irreflexivo, esta oscilación de la alegría a la angustia, esta lucha
atropellada, sin término contra espectros no elegidos... ¿Una y un millar de
veces la misma vida infinita, en el mismo orden de sucesión... simultánea?”
- Entonces el cielo se puso a temblar
de presagios, -se raja el velo, vacilan los pilares, se caen las Torres... -la
ciudad Nueva Mumbay / Deva- York
contemplé de nuevo allá abajo: el temblor semi-real de las hileritas de luces
sin escuchar respuesta, la negra masa de los bloques, el runrún de un tráfico
de banalidades, gallardetes rojos sobre las cumbres de mi Babilonia, diversos
pitidos alarmantes, conversaciones de radio por los aires entre empleados
implacables, aislados en abstractísimas garitas...
- “Y voy yo a
lanzarme a vivir? – Me angustié. Y me preguntaba: - ¿Quiero de verdad
enredarme, ayudar, compadecer, caer en el pasatiempo de mis hermanos? “
- “¿Seguir el curso
ordinario del amor, enfrentarme a las penalidades de la enfermedad, la
decrepitud y la muerte, sobrellevar el estigma de los celos, las agitaciones de
un ánimo destemplado, el afán, la codicia y la búsqueda?”
Pero cuando ya se apoderaba de mí el
deseo de morder la cabeza de la serpiente del tiempo, recordé la intensidad del
mensaje en los ojos del frenético mientras subía sumiso las escaleras rodeado
de autoridades: Sí, sus ojos se habían clavado en los míos desde más allá de la
representación, dirigiéndose a otra dimensión menos vertiginosa, como cuando un
actor durante un accidente olvida su personaje y su papel para avisar de un
peligro físico a su compañero.
- Sigue cayendo... cayendo... ‑gritó Himpertin y no el otro, muy divertido por mi descubrimiento.
‑ Entonces eras
verdad mi Dama – recé, la razón perdida mientras la noche y la
ciudad se desvanecían a mi alrededor y yo con ellas- : Dios existe y Dios no existe.
LEONES
“LEONES, LEONES, leones, más
leones...
Leones en el baño, en la
bañera, leones en la cocina,
Leones en la veranda,
chupando su estantería,
Revolcándose en su cama,
lamiéndole sus camisas,
Rugiéndose en el salón ...
¿No se arrancan la cabeza?
“Un torrente de leones de
pasillo, de félidos de sofá,
De feroces de salón. Un
jabardo de jaguares de jardín.
Desbarajuste de tigres, una
avalancha de linces, de pumas,
De panteras, de onzas, de
leopardos y guepardos. Gatos grandes,
Animales carnívoros mas
melosos, bellos pero incontrolables.
“Y ahora me están rajando la cara con sus ternezas de lÿones
(Si son fieras al final... su fervor es imposible
recibirlo).
¡Ah y yo que quería zambullirme solamente en el caudal
De melenas y de hedores de leones,
Abrazarme a todas horas a los vientres, pegar mi cara
al calor,
“Adormecerme entre lomos de leones de peluche y entre
bombos de leonas de Nairobi!
¡Ah, yo que soñaba
Disolverme en ese mundo de vellones de leones!
Besarles en los enormes,
Húmedos los hocicos, intocables
De los leones”.
.
- ESTO
YA CASI NO ES UNA ADIVINANZA –me dije todavía a medio encajar en mi carnal
envoltura; los trances habían sido numerosos, y las alucinaciones innumerables
pero todavía tenía ánimo para resolverla antes de buscar a Diosa-. Pues no hay
confusión posible acerca de qué perturba, quiénes invaden en tropeles el
espíritu insensato de este loco.
- Persigue –recordé- una
especie de salmodia para contagiar su vértigo, quiere multiplicando sinónimos
en manada hacer choques entre ches y ques y cho, cho ¿con qué? , tal cual se
pronuncia “cho-qué”.... Quiere crear la ilusión de un desbordamiento pero toca
fondo cuando se pregunta si no se van a arrancar la cabeza .
- Luego vuelve a deshacerse
en enjambres y en orgías, diversos tumultos que, cosa curiosa, parecen suceder
siempre en salones o en pérgolas, en lugares exentos de la suciedad del
trabajo; en cármenes, en parques, en verandas, no en talleres ni en fábricas.
- Finalmente ,–concluí
sonriendo- cede a la autocompasión, exudado habitual de mala lírica: No se
atreve a besar a las bellas en los belfos por miedo de que le muerdan cual
leonas.
Me quedé bastante tranquilo habiendo
destripado en un plis- plás lo que al autor tal vez le costara años de
esfuerzo, décadas de inspiración. Por pura curiosidad miréle a la cara y...
¿quién era?: El chalado drogadito de la carretera. Otra vez.
Supe por su tono de voz, que aquel
insano de la carretera, poeta popular
ocasional, ciudadano millonario,
había avanzado en la comprensión de su poema gracias a mí, en la
comprensión de su alma. Vi que era mejor ahora que antes:
- Lo de la autocompasión –fanfarroneó- es una práctica muy común, creo, entre
ciertos poetas húngaros como Petöfi o Panait Istrati.
- Naturalmente –le respondí
desde la mayor ignorancia..
Y
se quedó dulcemente callado, pensando en sus cosas que yo (tal vez por el
efecto de las alucinaciones anteriores) podía leer con claridad (aunque lo
evité; no tenía ganas de husmear en su interior), solamente con mirarle a la
cara y luego sin necesitar siquiera mirársela sino que con tal de querer saber
qué pensaba, de forma nítida podría
haber repetido lo que pasaba por su conciencia letra por letra, imagen a
imagen: Pensaba el de los Leones, que
era demasiado fácil arrancar la vida de un poema analizándolo.
Dejé de mirarle para hacerme cargo de dónde
estábamos: ¡Era el mismo sitio horrible donde me había dejado el rey de la
carretera! Allí se había materializado luego el viejo con su tristísimo enigma.
-Sin duda suponéis como la mayoría de
la Humanidad en su desvarío –peroró fortalecido por mi
expresión de desconsuelo- que lo que pase detrás del cerco de vuestra
frente nadie puede verlo sino vos mismo, que a nadie afecta, que vuesos
pensamientos son invisibles y vuesas intenciones y vuesas emociones quedan
escondidas y vuesos sueños, y os
gustaría que ni Dios los viera. Y así los humanos caímos en imaginar que un
claustro, que un estanco sin puertas ni ventanas eran los pensamientos. Pero Dios sabe hasta el número de nuestros
cabellos.
Estuvimos bastante tiempo meditando en esas
últimas palabras del Borracho. Tal vez dos horas o más. Y la meditación
continuó... A veces miraba hacia la mente de mi amigo que seguía en blanco y volvía rápidamente al silencio de la mía.
Aunque alrededor explotase el rugido de
aquellos motores perfectos o el obrero con un pico-excavadora le estuviese
abriendo una cicatriz al asfalto no muy lejos de nuestro banco. Las sirenas de
las ambulancias se confundían con las más potentes de los bomberos y con las
más azulosas de la policía nacional. Todo el mundo menos nosotros se empeñaba
en arrancarle la última gota de sangre
al minuto cero: las doce de la mañana.
Nosotros en cambio estábamos en un profundo silencio meditando
en medio del tráfico y del estrepitoso paso de los camiones-hormigoneras cuyo
fragor maquinario competía con el de los helicópteros que venían a posarse en
el tejado de la enorme comisaría central. Pues estábamos orando a las puertas
de la comisaría central, en el pequeño y raquítico parque acosado por un
tráfico casi como el de Old Dheli.
- ¿Qué ocurriría – exclamé-
si uno en sueños contemplara su propio cuerpo dormido en la misma posición en
que iniciara su sueño?
Miré al versificador de los
leones y noté que me escuchaba sin pensar absolutamente nada, claro como un
espejo. Así evitaba que fuera él quien dirigiese nuestro discurso, por tanto,
los acontecimientos (que para mí sólo debían tener que ver con la búsqueda y la
busca de la Diosa).
- Eso revela –añadí- cierta
clase de conciencia pues te miras a ti mismo mientras con tu imagen sueñas. Yo
sueño que estoy aquí enfrentándome a un mal bardo y soñé que en el tejado de un
rascacielos me vi.
-Lo de bardo ¿va por mí? –exclamó ahora muy
sensible a las alusiones . Sus rasgos, incluso cuando se acercaban a la cólera
eran demasiado redondeados, demasiado elaborados, los de un Casanova de
cuarenta años.
- ¡Por quién si no! -, me animé ante la perspectiva de una
disputa bien larga, complejísima, quizás un viejo hábito olvidado de otra perdida
existencia, o como preferían decir los lavadores de manos, (descrifables descifrados): de un atavismo.
- Os advierto –dijo- que si no mejoráis vuestra prosodia habremos de
enfrentarnos sin prosapia.
Y al retarme de esa manera
también sus rasgos de perfil (pues, manifestando su ligero enfado, evitaba
mirarme) se afilaron o me pareció que se afilaban. Ahora era como un espadachín
de puntiagudas botas, un donjuán español de inacabables pendencias. Y me daba
pena. Yo a él también un poco.
- Como perfectos prosimios
ponderando –comenté amistoso- qué próstata es más provecta.
- ¿Proponéis que peleemos hasta el
punto en que las permutantes pes nos lo permitan?-Replicó
a gritos de manera que se le pudiera entender en toda la plaza a pesar de que
se habían puesto a descargar en ese mismo momento un camión de hierros
para subirlo dando golpetazos a otro camión de planchas de acero al que
atormentaba con las bocinas un pequeño regimiento de coches bloqueados en cuyo
interior casi todos llevaban música a centenares de decibelios.
Le supliqué con un gesto que
por favor dejásemos aquello. No me gustaba que se gritase; en mi playa
solamente el mar tenía derecho a alzar la voz espantosa en las noches de
febrero con su viento. Me vi obligado yo también a improvisar una pieza cómica:
- Por favor dejémoslo –dije- y no me
propine por favor una paliza de espanto que, gracias al miedo, sin necesidad de
mayores, el buen juicio recupero. Dejemos este simulacro de la perfección en el
sonido de los vocablos, esos “discursos
fijados para la evocación repetida de actos de conciencia colectivos con
validez socialmente relevante” como decía Senden de la Poesía.
Parecerá increíble pero algunos de los que hacían ruido con los campanazos
de mediodía en más de 3000 iglesias (sin contar capillas, stupas, mezquitas, hornacinas, sagrarios, ashrams, sinagogas y templetes diversos), se callaron. También
desaparecieron como por arte de magia los dos camiones de transportes de
hierro. Los helicópteros apagaron sus motores. Se paró de golpe toda la
construción y las hormigoneras se callaron y los generadores se apagaron y los
perros que habían ladrado desde por la mañana dejaron de ladrar y los niños ya
no gritaban y las radios de los coches ya no hacían que retemblasen las ventanillas
ni los corazones.
A mi interlocutor le debían de cansar tantas
maravillas porque de pronto, abandonando las palabras, comenzó a golpearme.
No me golpeaba con demasiada violencia,
sino que el dolor era soportable: Los manotazos irritados de la palma de su
mano izquierda, estrellándose muchas veces contra mi hombro derecho. Tenía esa
fijeza maniática de un usuario que pulsa y vuelve a pulsar el botón de una
máquina de tabaco cuando no le devuelve el dinero ni le da tampoco cigarrillos,
hasta que al final, sin poder recurrir a nadie para solucionar el problema,
comienza a dar pequeños golpecitos con la esperanza de que un toque afortunado
le devuelva sus monedas o su droga; pero esos golpecitos tentativos se
transforman poco a poco en verdaderos
golpazos, intentos de agresión contra el estúpido aparato que se queda con el
tabaco y con las monedas; no una verdadera paliza... Así me golpeaba él.
- No creo
haberos pignorado nada previamente como para que me empiporréis de repente ese
pésimo poema –estallé por fin levantándome del banco; me había hecho daño, pero
no tenía fuerzas ni ganas de devolverle sus violencias.
-Por lo visto los poetas pululan por
estos pagos...- continué sin amilanarme y sin dejar de vigilar por supuesto sus
ojos (a los que no examinaba con demasiada fijeza, no fuera a sentirse
provocado) pero lanzando también de tanto en tanto miraditas discretas a sus
manos (que tal vez no tenían por qué acompañar estrictamente al resto de su
anatomía y de pronto, si mis responsos no le eran gratos podrían cruzarme la
cara).
- Sin importarles su prez ‑dije con
muchísimo cuidado, como quien estuviera soplando su flauta ante una cobra - se
ponen a despepitarse ante el primero que pasa, pero no preguntan prudentes si
por parte del pasivo espectador se presenta impedimento...
‑Prolonga tus explosiones ‑accedió cruzándose de brazos‑. Pronuncia.
‑Fue al post-partir de mi playa que
me sorprendió un pendón piloto de un trepidante torpedo de 6 pistones. Una
perniciosa percusión de cristal contra mi frente me produjo un principio de
pusilanimidad. Perplejo, impotente, sin un emplasto que aplicarme al parietal
ni cataplasma empapada con la que presionarme el pericraneo, me paro a pensar
un poco sobre este pino de banco y aparece ese payaso polievo...
‑ ¿Qué más pasa, que más pasa? ‑me azuzó atizándome de nuevo...
-Le reprendo paternal por pergeñar
malos versos y él emprende un plañimiento por su puta profesión. Se las pira el
viejo bardo plaza abajo no sin antes proyectar una de sus propias piezas en mi
propio pero puro pensamiento; y con eso por supuesto me propulsa por pendientes
de perdidas incidencias de un pasado (¿de un porvenir?) más pausado que este
impulsivo presente: ¡Yo allí, en playas, amaba ya y era amado!
‑ Pelafustán ‑vociferó
sin motivo aparente, como no fuera la sinceridad o vehemencia de mis últimas
palabras, y de mi llanto ‑. Pelagatos, primavera, pisaverde. ‑ Me agarraba del pelo y acercábame mucho su boca a mi cara,
mientras seguía escupiéndome toda clase de dicterios: -Perchelero sin
pescado, pechero que con nada apecha, pejiguera, papanatas, pepinar
impepinable, mamporrero de una pulga, puerperio de la gran puerca, pre‑poeta
permanente.
Bajé los
ojos, un poco humillado y a la vez confuso.
Acosados
por el tráfico delhiniano de aquella ciudad, nos parecíamos a cualquier pareja
de miserables que discuten en jerga mientras el trabajo necesario, los coches,
el comercio, la felicidad social ronronean saludables a su alrededor.
Soltóme
la melena y tomó mis mejillas entre sus dos manos en un gesto a medio camino entre
las bofetadas y el beso forzado. Nos empezábamos a convertir en esa clase de
gente a quienes no les preocupa el escándalo, malditos de las calles que comparten
el espacio y su sonido ‑aunque no el mundo ‑ con los ciudadanos normales.
- Pero, prístido,
¿por qué te paras y no te pees? –dijo llorando. Estaba
loco.
Y
aunque mi habla sin arena, mis palabras ya no tintas por milagros minerales de
la Diosa fueran cada vez mas crasas, todo aquello se me hizo excesivamente
sórdido: climaterio del reproche entre hombres muy maduros que se han degradado
mucho, el olor atabascado y a mucosa de su aliento, ósculos de reconciliación
tras escabrosas trifulcas en basurales traseros de un zoco. Su córnea rozando
casi los humores de la mía. ¿Lloraba porque se habían disipado pas y pes en mis
turpitud y pulmones?, ¿qué postura politónica, qué partido podía pues adoptar,
qué púlpito permitirme?, y, sobre todo: ¿qué paz?
SYLVIE
Pero cuando
ya parecía a punto de descerrajarme con su presión insensata mis delicados
cartílagos, haciendo verdad aquello de aprieta‑pero‑no‑ahoga –pues ya iba yo
recordando los dichos de los mortales; muy pronto mi mente iría por los rieles
aceitosos del refrán como la de ellos-
se calmó con la misma rapidez, suspiró y se dejó caer a mi lado en el
banco.
Hasta su paz era brusca. Era
un hombre bien enfermo.
-
Recuerdo todavía la primera vez que apareció- empezó a recordar delirando con un tono cavernoso; tenía los
ojos muy abiertos, absortos sobre el suelo como si allí se proyectase la
historia de sus calamidades; en otros momentos los fruncía con expresión de
sufrimiento, de verdadero sufrimiento.
‑ Vivíamos en un jardín de adelfas y limoneros, cerca del golfo de Sirte,
la vieja costa de Roma, la pulcra Tripolitania.
Al formar
con sus labios esos sonidos se volvía más civilizado, más fino.
-
Siempre andábamos descalzos, casi desnudos y nos gustaba subirnos a las
ramas de los limoneros, aunque las espinas a veces se nos clavasen en los pies
desnudos o nos hicieran arañazos en los brazos. También solíamos treparnos al
techo del garaje, a las tapias de delante con sus celosías en forma de peces, o
a las máquinas excavadoras americanas (las llamábamos Los Monstruos)
abandonadas por la tarde sobre la arena del desierto de las calles de nuestro
barrio. Solíamos escalar peñas y trepar a todo tipo de árboles. Nos gustaba
encaramarnos a los acantilados y las cornisas. En general nos gustaban las
alturas y el riesgo. Nuestra vida era una emoción de peligro sin aliento.
Me intenté imaginar detalladamente ‑para
no tener otra cosa en la cabeza- todo lo que iba describiendo: su hermano, los
limoneros, una comunidad estadounidense en la Libya de la época de Nixon, cinta
costera de palmeras, Lungo-Mare, duna
líbica, Arabia Felix.
‑ Igual que
preferíamos entrar o salir de la vivienda –añadió-
mejor por las ventanas que por la puerta pues a nuestra naturaleza eso de estar
de pie, normalmente, sobre el suelo, no le complacía tanto como encaramarse a
una cierta altura, donde los mayores no nos vieran. Desde el árbol podíamos
escondernos y espiar cómo nos buscaban. En cierta manera cuando voceaban
nuestros nombres (Jean, Xavier) y les hacía eco nuestro silencio y conteníamos
la respiración y la risa... sonaban como los de dos niños muertos.
Sonrió con nostalgia, le enternecía
acordarse de su madre preocupada, convencida de que nadie responde, porque Jean
y Xavier yacen ya descalabrados en un pozo seco.
‑ Pero tampoco si
ocasionalmente descendíamos a tierra, manteníamos la adulta verticalidad por
mucho tiempo. Disfrutábamos revolcándonos con el perro Pancho en la yerba
espinosa festoneada de pedazos de tierra, intercambiando mordiscos, lomos y
babas... Recuerdo los alfileres de sus colmillos de cachorro clavándoseme en
las muñecas y en los tobillos, las agujas amarillentas del césped contra la
cara, el golpazo rugoso de los troncos en la espalda, la piedra a la que uno
mira de otro modo cuando el hematoma palpita en el dedo gordo del pie, el
derrame de piedrecitas y de hojarasca por el interior de los ajados bañadores
azules que nos cubrían...Hace mucho que
Pancho habrá muerto. Te fugabas cuando querías, pero siempre fuiste con
nosotros un buen perro. Y aún te quiero.
-
Érais bastante felices entre tanto secarral, aun con tantas contusiones‑
le animé sin fiarme mucho pues aquella repentina predisposición a la confesión
emocionada resultaba tan inestable como su furia anterior. Aunque lo pareciera,
ni éramos amigos ni yo le estaba escuchando por otro motivo que el miedo: si me
marchaba, seguro que mi confidente la emprendería a golpes conmigo.
‑ “¡Qué trampa y qué insensatez! ‑me
dije, enloquecido o inspirado de pronto,
olvidándome de la transparencia de mis pensamientos, chisporroteando mi
mente como si se produjera un cortocircuito-. Debo aparentar interés y
comprensión hacia este hombre al que casi no conozco y que sin duda es un
enfermo mental altamente peligroso. Escucharle como si fuese su brujo, su
alienista aunque solamente la amenaza de sus arrebatos de violencia me retenga
a su lado. Y no sé cuándo terminará todo esto como no se sabe cuánto tiempo ha
pasado uno en la profunda selva sin sol ni noche. Como se ignora el tiempo sin
reloj en el calabozo. Ni sé cuándo me va a liberar. Pero debo aparentar
curiosidad y simpatía, la relajada atención de quien no tiene en la vida nada
mejor que hacer. Como los humanos secuestrados, retenidos en sus vidas cuando
se mienten a sí mismos y convencen a sus yoes de que les gustan sus vidas ...”
‑ “Y ahora
veo por cierto ‑seguí reflexionando- a qué extremos los pobladores de este
frenético mundo han sido llevados. La insania leve, la narcosis múltiple, los
velocípedos, relámpagos atrapados en los cables, gas neón... Sí, hasta mi hondo
parloteo va siendo contaminado por la nesciencia de ellos. Ninguno en realidad
sabemos casi nada. Desde que partí de
playa, desde que no vino Diosa, nada de lo que me ocurre me ahorra estos
componentes: crueldad dulce, vil delirio”.
‑ Teníamos también ‑siguió
rememorando mi verdugo mientras yo me aprestaba a cabecear hospitalario y
receptivo, no fuese a partirme la nariz, no fuese a fijarse en mí- una
sucísima caseta de jardinero que olía a polvo de Zotal y a herramientas
oxidadas, ¡¡como huelen los garajes donde se matan los niños que juegan con
gasolina!!
‑ Erais bastante felices ‑jaleé mientras me
imaginaba, obediente, paredes ennegrecidas por una explosión, el drama de un
accidente infantil, los padres mudándose de aquella casa, de aquel país.
‑Sí ‑sonrió soñador-. A
la vecina del chalet contiguo le robábamos las naranjas y la despreciábamos
porque nos sonreía a pesar de todo, porque sentía cierta ternura por nosotros,
era mayor y no había podido tener hijos.
‑Vieja yerma. Era una débil ‑apunté cada vez
más servil.
‑También despreciábamos a los gemelos canadienses
porque dejaban que les estafásemos sellos de la república de Panonia y cromos
de Tarzán, el Hombre-Mono, con traje en Nueva York (los más difíciles) sin
abandonar por ello sus rubios y risueños semblantes de delfines estúpidos con
frente norteamericana. -Nos sentimos orgullosos cuando nuestro perro le
desgarró los testículos a su bóxer. No sabíamos si reírnos cuando vimos pasar
al animal días después con un enorme vendaje, cojeando... -Apedreábamos a
familias enteras de niños árabes hasta que el padre desesperado salía a
rechazarnos, con la camisa fuera, muy sorprendido, era evidente que habíamos
interrumpido su eterna siesta de vago; nos daba pena... y a la vez asco. -No
todos los libios nos daban pena y asco. Otros nos hacían gracia. Otros eran
elegantes como Amar, el ministro que acabó siendo asesinado. Otros solo
despertaban admiración como Gadafi. - Nuestros iguales eran los franceses y los
italianos. Los americanos, los canadienses y los belgas eran superiores. Los
yugoslavos también eran superiores, pero de otra forma (de forma socialista).
Los argentinos y los judíos eran superiores en todo. Pero los más inteligentes eran los griegos
como demostraban innumerables chistes. Aunque viviéramos en Lybia, la vieja
costa de Sirte, la bella Tripolitania, no solo conocíamos árabes, moros,
negros, tuaregs ni bereberes.
- Nos reíamos, estábamos crecidos ante la evidencia de
lo mucho que se nos temía en los alrededores. No sólo era nuestro el perímetro
de la tapia, del jardín (por donde, después de todo, tanto nosotros como los
demás niños apedreables saltábamos sin problemas) sino una ancha franja de
calles en torno. Era como si el mundo fuera nuestro porque íbamos descalzos y
estábamos en el extranjero.
‑ ¿Nadie os
vencía?
‑ No. Pero Maruchi,
la mujer deJosé Luis Muro, la amiga de mamá, nos soltó un cachete por hacer lo
que hacíamos siempre ante nuestros padres: Saltar a la terraza de atrás por la
ventana de la cocina. Y a papá le criticaban porque nos había comprado unos
guantes de boxeo; cuando en realidad fue el mejor regalo de nuestra vida.
Sugerían con sus odiosas voces que jugásemos a otras cosas que no fuera hacer
arcos con las ramas de adelfas y flechas cuya punta afilábamos con la navaja
(que yo recuerde siempre tuvimos navaja; nos parecía algo muy español y casi
siempre la llevábamos encima; mi padre por supuesto tenía la suya,
multi-función, la manejaba con destreza y nos enseñaba la forma de lanzarla de
diversas formas y clavarla en la tierra).
Sugerían que no celebrásemos combates de hormigas gigantes a las que
previamente cegábamos arrancándoles las antenas. - Y es que fuera de nuestro
jardín todo el mundo era asqueroso pero débil, civilizados, muy sonrientes,
pero también lloricas en cuanto te empeñabas un poco, ofendibles, humillables,
insultables, descalabrables...
‑ ¿Y
no teníais amiguitos?
‑ Nuestros amiguitos ‑presumió levantando su cabeza altanera, sin salvación posible- eran unos memos, niños sin hermanos,
mendicantes necesitados de compañía, apenas unos juguetes sensibleros de los
que nos cansábamos en seguida tirándolos a la basura tras someterles a alguna
afrenta inolvidable.
‑No daban
la talla ‑suspiré simulando entenderle como el terapeuta que apoya con
neutralidad una frase del tipo “entonces
me entraron ganas de sacarle los ojos y lo hice”.
‑Sucedía por lo
general una tarde de ghíbly, el viento del desierto, una tarde en que se
estuviera preparando una de esas tormentas de arena del inmenso Sahara. Una de
esas tardes desoladoras de la infancia en algún lugarucho vacío de los que
escogen los niños a la hora de la siesta de un día de verano sin historia,
aburridísimo.
‑La pared
trasera de una villa, un basurero, un descampado, una obra... ‑completé.
- Una vez acorralado
el niño (el examigo) contra una máquina excavadora o una tapia yo le doy
empujoncitos de provocación mientras mi hermano me guarda las espaldas como un
verdadero profesional de la violencia, nos hacemos los machos, le arreglamos
las cuentas, aunque el motivo sea nimio, reducimos a polvo la amistad que
alguna vez pudimos tener.
- Ya era un maestro
en tirar de las patillas, dar una bofetada súbita, insultar para paralizar su
reacción, luego otro moquete... (Ellos en sus idiomas no tendrían una palabra
como esa nuestra: Hostia.
Desagradablemente ambigua: la violencia y lo sagrado en uno: ¿te apretaban una
hostia cada vez que comulgabas en el cuerpo de Cristo?). Y si se resistían...
una zancadilla, las rodillas sobre los codos de un salto y a escupirle en la
cara.
‑ El ejercicio de la violencia juvenil provoca
en el agresor una dilatación del tórax y una mejora de su flujo sanguíneo ‑comenté
temeroso de que la practicara conmigo.
‑Duane (que era en realidad nuestro mejor amigo) recuerdo que se
deshizo en llanto no tanto por el dolor físico como por la sorpresa... no se
esperaba que pudiéramos ser tan malos.
‑
Pusilánime sin sangre... –susurré simulando un sumo menosprecio hacia su ser, ser Duane.
Pero ojalá no hubiera dicho nada porque
como quien despierta de pronto de un hechizo, se volvió por primera vez hacia
mí, consciente de mis adulaciones, arrugó la cara muy desagradado al verme y
antes de que el terror me empequeñeciera lo suficiente ya me había estrellado
su puño contra un punto preciso que queda entre las cejas. Se obscureció mi
visión como si la sangre no llegase a mi cerebro, como si mi cerebro no le
diera ya imágenes al alma.
‑Tú sí que eres un
pusilánime y poco hombre. ¡Y no tienes ni has tenido en tu vida corazón! ‑, le oí gritarme; sus insultos me atravesaban sin herirme‑.
Y te pareces a mi hermano Xavier, mi Paralítico Siervo, mi Cómplice.
Volví en mí, poco a poco: Ya no estábamos en
la Gran Urbe Costera del Extremo Sur de Europa sino junto a una catedral
italiana del norte de África, los coches eran más escasos y más hermosos. De
otro tiempo...
‑A
Ella –susurró morboso,
para humillarme más aún, antes de que obtuviera consuelo de alguno de
los viandantes con túnica y fez que me miraban preocupados‑ le gustan
mucho más duros que tú. Por eso Ella te ha dejado.
Mientras me tocaba para inspeccionarme
la herida de la cabeza, y viendo que no me había hecho sangre trataba ya de
ingeniar alguna flatulencia rítmica... Pero entonces se me repitieron sus
últimas palabras y de pronto comprendí a Quién se refería. Y eso sí me hizo
daño.
Dejó
de progresar dentro de mí la Ofensa, lo que pudre el corazón. Solo me importaba
Ella.
¿Y no es cierto que yo estaba junto a
este monstruo de hombre por saber más de la Diosa? Los hilos de la Luna enlazan
las circunstancias con signos.
‑ ¿Me ha dejado por no ser terrible como
vos mismo?
Y por un
momento mi garganta creía de nuevo en sus sones igual que un sanador cambia su
tono hipnótico cuando descubre un atisbo de sentido y mejoría en el enfermo, en
el Loco.
Él no dijo nada. Nos quedamos mirándonos
serios y retadores, ya no me daba miedo. El silencio en aquella gran plaza con
olores orientales era duro como el impacto de dos cabezas. Pero pronto mi
hermano deshizo la situación con ligereza:
‑ No me mirés de esa guisa, pécora, pejiguera.
Y echándose
hacia atrás me volvió a golpear con exactitud en la parte izquierda de la
barbilla, un movimiento bien calculado, propio de personas habituadas a
pegarse. Algo que dolía. Que se imponía.
Como a Duane le dolía no la cara
ni el pelo ni las patillas ni las rodillas. Sino nuestra amistad traicionada.
- PUES NO ERA SOLO LA SED del sándalo y de los sauces.
Testóster- transaminasas. -Ni los corsés ni el sudor,
Semoviente solidez, serosa mas sin substancia. -
Ni la esencia de Xantipa ni succiones de Selene
Ni astartés altas de nalgas. - Ni el sisífico Sansón-
La sórdida transacción del senil sobre Susana.
Esto exclamé yo algo espasmódico sin entender
muy bien lo que salía por el cerco de mis dientes. Aquel señor automovilista
sonreía complacido ante mis cabriolas y phonés. Yo recordaba el golpe en
la barbilla y presentía lo que es sentirse deshonrado, humillado y por qué los
mortales desde siempre andan matándose entre ellos.
Aquel mediocre imitador de Poeta en
drogadicto, extenso infractor de tráfico ,
se encendió un cigarrillo de Nicotiana
tabacum con beleño del Perú, petum, Sancta herba, Sacra Herba o Sana Sancta Indorum; yo
pensé que una planta con tantos nombres no podía ser mala, pero tal vez sería
bueno añadirle algún alcaloide nor-lupinánico o quizás un poco de yohimbina del
yophimbe (Pausynstalia yohimbe) (cada vez funcionaba mi cerebro con más datos
del mundo humano; pronto pensaría igual de despacio que ellos). Pero no hizo falta, porque él mismo se fumó
después un simple cigarrillo emboquillado industrialmente que contenía
pilocarpina, solanina, veratrina, atropina y derivados, berberina, reserpina,
brucina, cafeína, aconitina, boldina, efedrina, rauwolfia, coniína, muscarina,
quinina, y muchas otras substancias.
Yo por supuesto no probé nada de eso;
mejor probaría tubocurarina, el veneno de los jíbaros.
Y en eso andaba mi compañero, mi raptor,
cuando una fogarada de odio se apoderó de mí y con toda mi alma quise que se le
declarara un buen cáncer de garganta a partir de ese momento.
Pero no pude porque al mirarle para
maldecirle me acordé de que podía leerme el pensamiento... Además, sus bellos ojos oscuros de hombre sin
paz esperaban más versos, más diversiones, algún tipo de norte a través de la
sensación de placer continuamente inducida. Todo esto entreví al mirar al loco
de la carretera y hasta pude oler el olor de su alma en una intimidad más honda
que el abrazo sexual.
Consideré que todo esto sobrepasaba la férrea
necesidad de las leyes físicas, por tanto, que era sobrenatural. Y aunque me
pregunté si yo era tan entero, si creía tanto en mi propia vida como para
desear y ejecutar la muerte en un humano...
No llegó a contestarme desde mi interior mi fuerza,
sino que el mundo giró alrededor y nosotros permanecimos inmóviles en un vasto
instante con cuasi-pérdida de alma. Ya no estábamos en Libya, la bella costa de
Sirte, en la culta Tripolitania sino de nuevo en la plazuela policíaca y
estridente de una ciudad europea del Sur. Aquello era como para volverse loco;
tal vez me estuviera arrastrando el pasatiempo de aquel venado de ciudad;
porque ante nuestras narices sonó una pequeña explosión redonda, inaudita y en
seguida un chisporroteo transcendental que silenció a las sirenas, los motores,
los generadores, las hormigoneras, los silbatos, los cláxones, los gritos de
los niños, las radios de los coches y todo lo demás. Se hizo un silencio
espantoso en la gran ciudad.
Alzamos la vista y allí estaban como
serpientes de inquietos cuellos las tres mujeres-flores, las que antes me
visitaron en forma de fumarola desde los talones del viejo. Los repetidos
prodigios empezaban a cansarme, las
alucinaciones eran innumerables... Sus voces encantadoras me hipnotizaron
otra vez pues me entregué tanto al espíritu de lo que cantaban que ni siquiera
tuve la oportunidad de mirar sus rostros, sus rostros que eran rubios.
- ¡También nosotras necesitábamos a aquéllos que
podían humillarnos!,
Aquéllos que dejaban un momento
Posar sus maravillosos
Ojos
-Casi siempre divertidos, burlones,
algo infieles-
en nuestro amor
babeante
Y en seguida tenían la inteligencia distraída en un
festín diferente.
Nos hacía falta vuestro veneno invisible, y el
navajazo del macho
y el fogonazo en la cara,
la hostia en el descampado
sin apenas molestaros en moveros.
.
Lo que nos traía locas.
-
Seres tan delicados
diciendo tales cosas –me emocioné al comprobar que se había disipado la visión
de nuevo.- ¿Necesitan las frágiles, las hermosas a los terribles?
-
Extraño mundo el mortal con penas de amor mortales, de cabezas medio idas
y penas de amor hallado y penas de amor perdidas.
Pero si a mí el prodigio de
las mujeres flores me había entristecido, a mi camarada el callejero le animó:
- Recuerdo todavía la primera vez que
apareció –recomenzó el Loco-. Era rubia, era
belga, era guapísima... Nos gustaba el nombre de Sylvie por lo mismo que nos
gustaban sus largas y dulces piernas bajo la falda de cuadros escoceses de su
colegio.
No tenía ganas de escucharle, tampoco miedo ya, de modo que eché un vistazo a la plaza por si
se hubiera producido otro viaje espaciotemporal milagroso sin que nos
moviéramos un centímetro de nuestro banco de pino.
Sí se había producido; habíamos mejorado
mucho: ya no estábamos en 1968 en el paseo de Omar Murtak, cerca del castillo
de los piratas de Trípoli.
Ni cerca de una comisaría en una ciudad
marítima del mediterráneo europeo a comienzos del siglo XXI.
Sino en un jardín que bien podría
pertenecer a cualquier continente o, a otro planeta.
Un jardín que no era mío pero en el que me encontraba como en mi
playa.
- ¿Olía bien Sylvie,
Rosalie?-, pregunté poniendo el corazón en ello, como hubiese hecho un
verdadero caballero que está en el jardín de su amigo y desease complacerle en
todo sin halagarle en nada.
-
Olía a un mundo inaccesible,
imbécil –respondió de inmediato, dejando por educación
que pasara un cierto número de décimas de segundo desde que recibía la señal
telepática anterior a mis palabras hasta que me contestaba esperando que yo ya
lo hubiera asimilado. Era un verdadero campeón de la lectura de pensamiento.
Observé que en este jardín no había gemas como en mi vergel gemelo casi
igual quizás de imaginario; todas las flores, hasta la del tabaco, eran rojas,
todos los árboles prunos, salvo las hiedras y cipreses, no menos obscuros, que
hacían sombra al tenebroso estanque. ¿Sería este el jardín cerebral del Loco de
la Carretera y por eso más poblado de turbiedades que el mío? ¿O era el mío?
-
Nunca supimos por qué
apareció en nuestra casa de Gárgares –añadió como si
hubiera oído mis pensamientos y dese modo insinuara una respuesta.
¿Pero qué respuesta? La
respuesta yo apenas la entendí pero me hizo gracia la calma con la que hablaba
ahora, semejante a la nostálgica viuda de poeta que evoca, -a pesar del
desencanto-, los veranos idílicos en el campo castellano junto a sus hijos y su
marido:
- Mantenía en sus pequeñas conversaciones con mamá el tono adulto de las
amigas hoy ya muertas de mamá pero cuando se quedaba a solas con nosotros
dos, nos recordaba un poco a las niñas
Raquel y Margarita, y a Duane también
por sus feroces ganas de divertirse. A la hora de la siesta Sylvie solía
ponerse en cuclillas con nosotros para asistir al combate de las hormigas
gigantes, hormigas rojas a las que previamente habíamos dejado ciegas al
arrancarles las antenas con cruel precisión, era una delicada operación que yo
mismo había enseñado a mi hermano Xavier... Eso a Sylvie no le indignaba sino
que le gustaba, se interesaba, objetiva, justamente por aquello que a nosotros
más nos interesaba: ¿Qué sentían al quedarse ciegas?
Cada
vez más aburrido, me fijé en nuestros alrededores: Sobre nuestro banco volaban
algunos personajes brunos: cuervos o grajos,
pero de aspecto amigable, aunque fatídico; no eran ni muy numerosos ni muy
cantarines.
También el estanque era obscuro pero limpio; se descendía al agua a
través de unos escalones resbaladizos. Junto a la extraña piscina alguien había
dispuesto botellas diversas de bebidas alcohólicas y preparados de tóxicos más
potentes que el mismo tabaco; cilindros de plata con incrustaciones
decorativas, jeringuillas en bolsas esterilizantes suficientes para adormecer a
todo el Parlamento Europeo, retortas, papel de plata, mecheros irrompibles y
casi nada de comer, sino drogas para asediar con violencia el sistema de los
nervios donde dicen que se engendran las imágenes y las algias.
-
¿Queréis decir –intervine
más interesado desde que me vi en un sitio tan hermoso-, queréis decir qué
sentían los himenópteros carmesíes?
-
Sí, - dijo él sin
parecer sorprendido- cómo era eso de un fundido en negro definitivo
después del dolor que debe causar que te saquen los ojos-antenas y cómo era eso
de al instante siguiente sentir las mandíbulas de otra congénere (que tal vez
no está ciega del todo) clavándosete en una pata y luchar por tu vida , cómo
era en medio desa obscuridad reciente... mientras tu rival, la himenóptera
(como dices tú, hermano, espíritu memorioso)... tampoco entiende nada y te
muerde en la cara y está igual de desesperada, igual de ciega...
Conmovido,
pues mi secuestrador (o tal vez mi anfitrión) había terminado llorando, me
acerqué a la mesa y le serví un buen vaso de aguardiente de Kazajistán
espolvoreando en su interior corolas frescas de pamplinas de Kandahar y unas
micras de yohimbina. Mi hombre se lo tomó todo de un trago. Meditamos unos
minutos que me parecieron siglos y luego él entre el bebedizo y las estrategias
religiosas estaba mucho más calmado; la droga, incluso el tabaco con alcaloides
legales, le hacía mucho bien; hasta el alcohol le sentaba estupendamente;
sobrio era peor que ebrio, ebrio era mejor que limpio. Las drogas en su caso le
acercaban a la condición divina y le alejaban de la naturaleza demoniaca.
También es cierto que le mataban,
pero ¿qué más daba?
-
Sylvie –prosiguió después de despabilarse un poco con un café
cocainizado con alquitranes naturales; se le veía cada vez más despierto, más
inteligente, incluso más bello gracias a las substancias y (en parte) a sí
mismo-. Sylvie –dijo con voz exangüe- no
nos censuraba por lo de los arcos sino que admiraba que hubiésemos afilado tan
bien las flechas, se daba cuenta de que al enseñárselas le ofrecíamos una
prueba de gran honor como los caballeros antiguos presumían de sus espadas; nos
gustaba que probase con su encantador dedo índice la agudeza de nuestras armas,
tal vez con un poco de miedo a cortarse pero todavía había más: de repente
amagaba ese gesto que tantísimas veces habíamos visto en las películas de
vampiros: el de clavarnos nuestras propias estacas, nuestras saetas, en el
corazón, la mejor manera, ya se sabe, de matar vampiros, mejor que la bala de
plata (dificilísima de conseguir), y los ajos nadie está muy seguro de que los
ahuyenten (nadie ha visto la ridícula escena de Drácula huyendo de una ristra
de ajos) y la luz del sol sólo les desintegra y eso si no les da tiempo a
ponerse otra vez a la sombra de algún rincón o ataúd. - Qué bien nos comprendía
Sylvie, la rubia, qué expresión salvaje pero tanto más dulce en contraste con
su pôlitesse francesa d`habitude. Y qué placer carcajearnos
los tres a coro, desternillarnos y notar que nos orinamos de risa (aunque no
estaría bien llegar tan lejos con nuestra maestra de delicadeza) pensando en lo
que solo nosotros tres podríamos estar pensando: blancos donde pudieran
clavarse y retemblar nuestras flechas. Qué risa. El lomo del pobre bóxer de los
gemelos canadienses, tan altos como estúpidos, sus ojos humillados..., las
espaldas de las amigas hoy ya muertas de mamá... Qué risa.
Vi llegado el momento de darle el relajante
puesto que no se me ocurrían estrofas para canturrearle y se estaba poniendo un
poco violento, pero al pasarle el papel de plata lo rechazó con un melindre
señalando que le hacía daño el metal a los pulmones, que era más sano arrojarla
directamente al torrente sanguíneo mediante inyección.
‑ Era igual que
nosotros ‑dijo más tarde, todavía con la aguja
hipodérmica colgando de su fino antebrazo, pero más tranquilo, menos agresivo‑.
Le divertían a Sylvie las mismas cosas que a nosotros. Se reía cuando le
contábamos la historia del Pancho desgarrándole los testículos al bóxer. Y
aunque ella no iba nunca medio desnuda como nosotros sino con un uniforme azul
de la universidad de Bolonia y no olía a tierra roja y a limones como las
plantas de nuestros pies; en el fondo Sylvie la silvia era una desmelenada...
Aquí
volvió a hacer una pausa y me miró sonriendo plácido y amoroso como si
hubiéramos arribado a alguna importante conclusión: ¿Pero ¿cuál? Con un ademán
suave y caprichoso de niña gorda me pidió que le pinchase otra vez y yo empecé
a preparar la mezcla. Era evidente que le sentaba muy bien.
- Mira, perdona –dije a la
manera española sin dejar de realizar la operación cuidadosamente, - puedo
comprender que aquella muchacha detrás del uniforme y de la falda, de su
perfume a campanarios (a granito bretón,
a hortensias de Rotterdam, a bronce..., improvisé) puedo entender que más
allá de sus elevadísimas ambiciones académicas (por ejemplo, trabajar de
traductora de posibles sistemas axiomáticos extraterrestres en la NASA...)
- (... O de bioquímica del cerebelo –añadió mi secuestrador excitándose- y de los receptores del THC o cannabinoides
en un programa de investigación del Plan Nacional sobre Drogas...)
- ... Y todo eso... Puedo
comprender que tuviera en el fondo una naturaleza salvaje que soltara con
vosotros... Puedo comprenderlo del mismo modo que acepto que para el canciller
de Alemania en 1934 habría sido mejor engancharse a un tósigo todavía más
efectivo que el que os estoy sirviendo... Demasiada compostura mantenida
durante demasiadas horas en colegios demasiado caros (me refiero a Sylvie).
Seguramente así equilibraba su núbil salud mental lo mismo que aquel estadista
lo habría hecho con la suya gracias a los miorrelajantes...
‑ ¿¡Qué demonios puedes tú comprender ni
compartir, pelón!? ‑ Gritó bruscamente a pesar del shot o -a lo peor- todavía no le había
hecho efecto‑. Por tercera tanda replantearételo, -declamó extrañamente, con esos melismas que sólo caben en la
garganta de los que están borrachos, pero pretenden mantener alta la atención
todo el tiempo, ya iba yo recordando los procesos usuales de las cosas. Añadió muy
amenazante: - A ver si por fin penetras en la entraña de su trágica significatio: ¡¡A Ella le gustan algo
más duros que tú; por eso te ha abandonado!!
Se había vuelto a enfadar, pero como estaba satisfecho por culpa de los
principios activos, al menos ya no me lanzaba puñetazos al entrecejo ni me
hacía estrellarme contra la luna del coche ni me agarraba por la cara. Algo muy
parecido, me dije, podría haber ocurrido con el genio de Linz si se hubiese
detectado a tiempo su caso: darle drogas a Hitler, eso.
‑ ¿A qué Ella te refieres? ‑pregunté clavándole con mucho cariño una cuarta
jeringa en la subclavia.
‑A Midons, Venus de Soleil et Chaîr, SyIvie, tu dama...
Estas palabras le provocaban un colapso: Aunque me miró desde abajo
con ojos de ahorcado o de moribundo, ojos entrecerrados, casi en blanco debido
a la oleada de narcóticos, yo sentía una admiración cada vez mayor por este
hombre inteligente (y tanto más inteligente cuanto más medicado, tanto más
sabio cuanto más colocado). La
situación entre nosotros mejoraba siempre que ingería alguna cosa nueva, así
que le serví un farolazo de vino ruso de manzanas infectadas con amanita muscaria. –Sombras negras del
negro arrepentimiento (como una nube gris-morada desplazándose funesta),
sombras rojas de la culpa, sombras verdes de venganza –comprendí- podían ser
disipadas si escuchaba hasta el final, si no huía del jardín vampírico de aquel
vate.
‑ ¿Qué podíais ofrecerle vosotros a una chica
como Sylvie? ‑Pregunté enfundando la aguja en su carcasa de un único
movimiento, sin pincharme ni en el pulgar ni en el índice.
- No lo sé... Una vez
nos hubiese visto saltando las tapias, chupando los polos de chorizo que hacía
mamá y que ella (tan bruxelloise)
jamás quiso probar... ¿por qué nos buscaba? Críos psicóticos como pájaros
rígidos éramos. Niños aquejados tal vez de algún síndrome inusual que
convirtiera a los pequeños inválidos en enfermitos
sin alma.
- En todas las fotos
que se conservan de aquella época, nuestras actitudes son feroces: blandimos
medias sonrisas muy torvas, arrugas faciales como de bambinos viejos: espaldas
demasiado vencidas o demasiado estiradas, siempre exagerados, siempre contorsionados,
siempre miméticos, en especial mi pobre hermano Xavier (hoy ya muerto...) (Riquiescat In Pace). - Sí, inquietos...
infelices... ¿Por qué Sylvie, la dulce Sylvie –que olía a esencias de Valonia y
de Lovaina, y a rosas de la Grand Place- venía siempre a vernos? ¿Por qué una y otra
vez alguna tarde sin fin podíamos oír naciendo en el pasillo tras la sorpresa
del timbre, su bonsoir cantarín en la
puerta? ¿Por qué se dejaba conducir por mamá hasta nuestro cubículo como la
zoóloga que visita a dos curiosos ejemplares del zoológico?
Volvió a ensimismarse, la
vista en la tierra. Yo también.
Era ese silencio que sucede a
ciertas preguntas cuya contestación se ha buscado sin éxito durante siglos.
Algo se desanudaba así en laTierra como en el Cielo.
Ya iba yo rememorando las
cosas de los mortales, sus afanes: semi-sueños y entresueños entremedias de los
velos de memorias que recrean o se acuerdan del recuerdo del recuerdo del
recuerdo...
De pronto desperté: No me quedaría
dormido como ellos, Lavadores: Me llamó la atención que en la tierra hubiera
algunas inmundicias: Puesto que en las Hespérides casi ténebre deste don Jean,
todo estaba muy limpio: No recordaba un solo
papel en todo su puto suelo, como hubiese dicho
él. ¿O es que acaso habíamos regresado a
la Gran Urbe Costera del Extremo Sur de Europa (y ya iba yo recuperando la
recurrencia a la rima...)? - Miré a mi alrededor desvariando: - Oí ruido de
helicópteros-: Mendigos alucinados por la premonición del Fin de los Tiempos,
daban alaridos de locos, mientras frágiles motocicletas rivalizaban con la
Muerte entre trailers, bocinazos y
ambulancias...
‑ Era una desmelenada
- dijo él, más cavernoso que nunca; vi que gracias a su
sola voz habíamos recuperado la calma de los estanques y de los prunos, nada de
inmundicias ni de plazoletas ni de vértigos. Estábamos en casa, en su casa otra
vez, en el Jardín del Loco.
‑ Al final de
aquellas tardes recuperábamos la verdadera modestia, el auténtico sentido de la
orientación moral que las amigas de mi madre (espantadas) no supieron
recordarnos: El Agotamiento.
Vació el bebedizo de chamanes
y me indicó que le colase un poco de raíz fresca de kava; deseaba relajarse,
anestesiarse, agotarse a sí mismo, olvidarse de todo y aun de sí mismo, tener
más placer, hundirse en un mayor relax; en fin, drogarse un poco más.
‑Como dos perros
jadeantes después de toda una sesión exagerada de carreras, golpazos, mordiscos
y fechorías que a nuestra dueña ni le habían cansado ni le habían alterado, nos
derrumbábamos sobre sus muslos que olían a galletas inglesas y a suavizantes blauw de Antwerpen (bella ciudad como
los senos rosas enormes bajo los azules, inolvidables ojos de Anne Hardies, que
aún guardo en mi corazón desde 1995). Combusta toda nuestra agresividad,
nuestra mala sangre, nos volvíamos humildes y silenciosos bajo el crepúsculo de
un impulso más firme, más bello también que el nuestro. Caíamos con
sobrealiento, crüeles todavía (yo siempre más que Xavier, más que tú...) pero
ya sin fuerzas, semejantes a reventados hitleres sin ganas de trasnochar, de
estudiar propuestas científicas de diversos gases letales, tú ya me
entiendes...: En vez de darle drogas a
Hitler, agotarlo. Pero ¿cómo?
‑Física,
mental y espiritualmente ‑precisé distraído mientras no dejaba de retorcer un
trapo grumoso con el fin de filtrar la raíz del kava.
‑Ciertamente, porque,
aunque su cuerpo estuviese exhausto, todavía desde la cama podría dar órdenes
horrorosas si su cabeza y su voluntad estuvieran bien.
‑De hecho
–dije yo haciéndome el erudito‑, así ha sucedido muchas veces con alejandros, mussolinis,
mustafás, napoleones...
‑...Que matan desde sus lechos de muerte dando
órdenes ‑me ayudó Jean; en su mirada amistosa y seria
pude ver que se hacía cargo de la escasez de mis conocimientos, de lo débil
todavía de mis recuerdos perdidos de una perdida existencia. Yo no
podría describir cosas como el Palacio de Atila o la sonrisa de Rommel, el
Zorro del Desierto. Pero mi Captor sí.
‑ Por eso sería bueno agotar
a los hitleres a todos los niveles ‑ repetí como una máquina obediente y sin
alma, dándole la razón y el tazón de kava barrosa; también la oportunidad de
continuar su cantinela:
- Y no harían tanto daño a las
hormigas... - continuó-. Agotados igual que
nosotros: Sudorosos, completamente hartos de hacer el animal con la bella
belga, de excitarnos hasta extremos nerviosos casi insoportables para niños
vírgenes... - Se echó a llorar y yo le desprecié más
que nunca.
- …Caíamos derrengados, por las carreras y el
calor, a los pies de Sylvie, que hacía de madre por una tarde,
durante toda la tarde. Madre adolescente y libre siempre dispuesta a ir mucho
más allá que sus amiguitos niños pre-púberes.... Sin aliento, sin saliva, sin
una gota de sangre, no éramos ya los mismos de antes, con corazón para robar un
coche y ponerlo en marcha, timar a los canadienses, dar palizas aquí y allá,
esconder tesoros, subirse por los tejados, cazar bichos, provocar peleas entre
perros, incendiar la casa quemando los colchones, caminar por cornisas muy
estrechas a 32 metros del suelo y otros entretenimientos inocentes.
- Gracias a nuestra amiga belga de 16 años, que olía mejor que Iseo, la
de la sonrisa que da sentido al mundo, gracias a Sylvie, rubio ideal
preuniversitario de los campanarios perfumados de Europa, estábamos (y disculpá la expresión española),
¡estábamos como fuelles desinflados! Completamente hollados...
Me limité a cabecear condescendiente ante ese
insano rodeo como el familiar que dice “no-pasa-nada” cuando el enfermo acaba
de vomitar su propio bazo. Pero no debería haberlo hecho: Nada encolerizaba
tanto a mi hombre como que yo me mostrara demasiado comprensivo o que yo me corrompiera, quería un espejo en el
filo:
‑ ¿Me entendés pirata, pústula, padre putativo
probable de un mal pedo? ¿Me entendés o te dormís?
Se había levantado de su asiento y gesticulaba
obscenamente en el aire con los dos brazos abiertos como una noria, sin dejar
no obstante el pitillo. Quién sabe qué extractos, qué misteriosos alcaloides
contendría. Mi admiración aumentaba cuando le veía fumado. Fumaba mejor que el
bello Charley Chaplin.
Y en eso estábamos cuando él con una velocidad
notable si se tiene en cuenta la cantidad de narcolépticos que llevaba entre
pecho y espalda, se desnudó.
Sí, se desnudó haciendo un
desnudo íntegro y sin más explicaciones. Se había acalorado, habíale entrado
una calentura a mi Señor, mientras yo aprendía a reírme por dentro (en tanto
que por fuera parecía eterno,
inmaculado y puro, angélico, alucinado o idiota).
- Parecía querer que su cuerpo hablase
por él: Quedé profundamente impresionado, hipnotizado por la visión del cuerpo
de don Juan en pelotas; - pues yo en Playa, salvo en invierno, siempre estaba
desnudo. Y amo mi cuerpo y la piel de la sabina, de la arena y del delfín. Pero
desde que estaba en este mundo no había visto a los mortales sino con
impedimenta, como no van nunca los cuervos ni los peces ni la arena ni el
árbol.
El cuerpo de Jean –como dijo Rajneesh (Osho)
del de Mahavira; ya iba yo entre sombras recordando los nombres también de
Oriente- era un cuerpo digno de ser visto: especialmente miré sus llamados genitalia: proporcionados y de saludable color, hermosos
como los cálices sin abrir de ciertas flores. - ¿Por qué los pintores humanos
dibujaron gladiolos, pero nunca los penes ni las vulvas, qué había de tan malo
en ellos?
Acaso había entendido de nuevo mi modo de pensar porque sonriéndome como
un dios antiguo, un dios de un sol débil,
entró en el agua obscura y yo le seguí sin desnudarme hasta que me vi
hundido en las hondas penumbras subacuáticas del estanque. Haces de luz
filtrada permitían que viéramos un poco en medio de la densidad verdosa. Pero a
pesar de que el agua no era clara como la de mi Playa, pronto comprobé que
estaba limpia y que mi guía podía bucear indefinidamente gracias a sus pócimas
mágicas –especialmente
el tabaco; conocido remedio contra el asma- mientras que yo tenía
que subir a tomar aire cada 5 ó 6
minutos (ya iba yo poniendo números de relojes a las cosas).
En el exterior, en la superficie del jardín, las cosas habían cambiado:
Una Mujer Rubia se quitaba un albornoz púrpura con esa morosidad discreta de
las modelos de escultura o de las actrices (y yo podía recordar hasta su olor
corporal medio entre sueños, el olor a
tafetán de las actrices). La visión de
su cuerpo, hasta donde yo podía recordarlo, era la primera que había tenido de una mujer sin ropa: el
cuerpo desnudo y rubio de la Mujer como Diosa.
Me impresionó más (o tal vez, de otra forma) que la del hombre. Esto lo
pude sentir: Una especie de corriente a lo largo de mis piernas y en una
inflamación insólita... Al mismo tiempo que mi sexo se volvió turgente y
pétreo, la muchacha entraba en el estanque ¡no por otro lado sino justo por
donde yo estaba!: Solo fue una especie de saludo corporal al pasar apretando
sus bellos volúmenes contra mi ropa mojada. Pero mi imaginacion estimulada hizo
que me derramase dejando mi cuidado.
Esto nos
llevó a reírnos (sé que se rio porque la oí, pero no me atreví a volverme para
mirarla). Y también estaba riéndose cerca de mí, por allí mi Captor, el
Borracho reemergido. Le dijo gritándole a la muchacha en tagalo -en un idioma
insoportable por su burricie- que me desnudara.
Y yo
experimenté otra sombra
que entonces no conocía, que ahora ya conozco.
“Tal vez ahora me entiendas”, dijo después de varias horas copulando, cuando la Mujer Rubia,
saciada hasta el éxtasis, se hubo ido dejándonos a los dos como flautas limpias
que han escupido toda la música de que son capaces.
-
...
Estábamos muy fatigados como estamos ahora tú
y yo. Hasta el perro Pancho se
desmoronaba. Entonces Sylvie, rubia como mi amiga la que ha hecho el amor con
nosotros, serena, llena de potencias y virtudes aún sin manifestar pero
perceptibles en el buen olor de sus calcetines blancos, de su melena, del suave
bulto de su pecho nos cantaba mientras el sol de África iba declinando, alguna
canción tonta y francesa que, a esa hora de siesta, nos hacía adormecernos un
poco, arrebujarnos más y más en su
regazo, las mejillas pegadas a sus muslos luminosos, las manos rodeando su
cintura. Y aunque nos fingiéramos dormidos, reventados, tirados en el umbral de
la puerta con mosquitera de la cocina, no lo estábamos. Presentíamos, oíamos
(como en las películas el tren desde
lejos poniendo una oreja sobre los raíles) una especie de ansia dulce y
quejumbrosa que emanaba del centro de SyIvie, de su vientre y de más abajo,
como de su boca aquellas canciones. Era una especie de fuego parecido al calor
de sus caderas y de sus piernas pues ella también había corrido y trepado bajo
el calor del verano del norte de África. Tal vez una energía que en el altar de
sus compromisos académicos no podía consumirse... No sé.
-
No sé
por qué venía a vernos... Quizás una necesidad de movimiento y de goce que
nuestros juegos primitivos no colmaban. Entrecerrábamos los ojos como ahora
tras la húmeda visita de mi amiga apetece adormecerse y soñar... o charlar de
cosas remotas sin deseo de ser preciso sino de evocar lo más impreciso de entonces...
Nos quedábamos muy quietos como tú y yo ahora, bajando la agradecible cortina
de los párpados, de modo que los otros tactos (el peso cóncavo de un pecho en la cabeza, mis
dedos que se arriesgan a abrirse muy despacio, temerosos , sobre la redondez de
su trasero; la voz dulce, sin alterarse por nuestro atrevimiento, que nos
hablaba del bois y de cosas así y
el bois siempre era más hermoso que
el bosque).
-
...De modo que el resto de los sentidos se
alzasen victoriosos, satisfechos por un minuto aunque sabíamos que ella todavía
no había agotado sus deseos,
-
Podría
haber seguido corriendo entre los adelfos porque era mayor que nosotros, mejor
que nosotros. Nos regodeábamos egoístas mientras ella entonaba su baladita de
amor. Nos quedábamos quietos como si
pasase por encima una divinidad cuyo resplandor no íbamos a
poder soportar...
... “Algo
más duros que tú; por eso ella te ha dejado”, comprendí por fin. - Y el
alma se alegró a su manera ante el enigma resuelto: La vulnerable Belleza
avasallada y rendida a la Violencia.
-
Recuerdo que sus dedos seguían divagando
nerviosos –siguió- sobre nuestro pelo aparentemente insensible.
Como si necesitase, cantando y tocándonos, disipar alguna carencia..., nos
hacía cosquillas, nos aguantábamos mal la risa porque se supone que estábamos
dormidos, el perro nos observaba con incredulidad, ajeno al cosquilleo.
-
Ella reía y su risa que no se puede reproducir
con palabras ni con una imitación, su risa que sonaba diferente de una risa
española, más nasal, más sofisticada, más contenida, su risa de la que ella
misma se cansaba antes que nosotros de nuestras carcajadas despanzurradas por
los suelos, risotadas pueriles, mientras ella orientaba sus ojos fantásticos
hacia el poniente, hacia Europa y Norteamérica,
hacia otro tipo de felicidad
con perspectivas atlánticas: los
bellos sitios donde irá (la escuela de Alcuino en Aquisgrán, la Facultad de
Filosofía de Benarés, Oxford o Yale o el M.I.T o la NASA...). Los sitios a los
que nosotros no seríamos enviados (el Canadá, Bélgica y sobre todo
Rotterdámm...), tierras de tulipanes, de galletas y chocolates y de doncellas
frescas como Sylvie, más frescas que las dunas lýbicas cerca del golfo de
Sirte, la vieja costa de Roma, la inculta Tripolitania.
-
Sus ojos brillaban más allá y miraban hacia
eso y por más que recuerdo... no recuerdo esos ojos, (de mi primer amor), ni
siquiera su color recuerdo. - Lloró el pobre.
Si miles de lunas brillaran a la vez en el
firmamento su resplandor podría compararse al que inundó el jardín cerebral del Loco al parecer por
efecto de nuestra triple excitación de gónadas ‑pues las de la recién venida,
la perfecta, en sus carnosos encantos y en su tacto de durazno, aquélla cuyo
rostro aún no había mirado, estaban maduras como higos en sazón. Líquidas y
biformes. Como entrañas de la carne de la almendra lavadas en un torrente.
Estuve un instante eterno probando el sabor de todas las secreciones que
podía emitir, emanar, efundir aquel cuerpo de Diosa Rubia, carne y piel de
Blanca Diosa. Al besarla sin ver su rostro, pude sentir el sabor de los
componentes de su perfumada saliva, y hasta creí notar por un momento el vaho
de su blanca médula, presentir su hipófisis lechosa. Pero en seguida volvía a vaciarme, y la Bella
se reía, argéntea, y yo sólo era feliz y acariciaba una vez y otra su pelo, su
pelo y no quería, y no soñaba siquiera todavía en mirar su cara.
Entonces, mientras mi benefactor, mi guía, mi
Señor se fundía con ella lenta y profundamente, yo solo la miraba: “ataviada
con magníficas vestiduras y guirnaldas, perfumada con aromas celestiales, plena
de toda clase de maravillas, resplandeciente, infinita, con su faz en todas
partes... y en ninguna”.
Después de esto, el loco, mi captor, estuvo mucho tiempo durmiendo. Habría
sido la mejor oportunidad para huir, pero habiendo colaborado en su
narcotización con tantos compuestos químicos –heroína, quetamina, nicotina,
etanol... LysergSäure Dyäthylamid LSD-25,
morfolida de ácido lisérgico LSM-777... al final casi todo habían sido
inyecciones- me sentía un poco responsable de su suerte.
Comprobé su pulso y le puse un poco de spray
sublingual de nitroglicerina
anti-infarto en la boca, la boca de don Juan, no sin antes buscar a la Mujer
Rubia que había gozado con los dos en la Piscina y había desaparecido.
No apareció, no contestó cuando gritando
pregunté al vacío (como los padres de mi secuestrador) si había alguien. En cambio,
aquella fachenda de donjuán reaccionó ante el tónico:
- Aunque te haya zurrado la badana,
¿todavía quieres salvarme la vida?
No respondí
nada, sino que seguí vigilando su ritmo cardiaco, lentísimo e irregular.
- Muchacho –murmuró
aquel Joven Viejo enternecido por los sedantes- necesito un
socorrista... Tú vas a ser el que cuide de la gente que se bañe en la piscina
de mi casa.
- ¡Pero si aquí no se bañará nadie, Señor! –traté de excusarme-. Lo de la Mujer Rubia
probablemente no fue más que una alucinación, es decir, una percepción sin estímulo.
- ¡Te equivocas, rapaz, te equivocas! –Protestó con una voz gruñona, cavernosa, semejante a la de un
pícaro de antiguos tiempos.
Pero no tuvo fuerzas para
explicarme en qué me equivocaba: se durmió y sus ronquidos de motor me indicaron que no estaba ni muerto ni moribundo.
Pasaron horas y en la casa se empezó a
oír el ajetreo de “la servidumbre” en sus quehaceres.
-
Señora ¿por qué me mandas
al
aposento de un loco
si en
la playa yo ya amaba
y era
amado estando solo?
Y entonces, en ese preciso instante en que
mi pregunta se apagaba, se abrió providencial, significativa la puerta de atrás
de la cocina, la que daba al jardín y apareció con un criado la misma Mujer
Rubia que antes se había desprendido del albornoz y se había ayuntado primero
brevemente conmigo, más tarde de manera
prolongada con mi Secuestrador...
Quise contemplar a gusto a la que tan
deprisa se había desvanecido pero esta vez no pude evitar que los ojos se me
fueran hacia los pantalones del hombre que la seguía porque bajo su tergal
negro ¡mantenía una erección más que notable!... No me pareció usual que un
lacayo acompañase así a su ama.
Admirando la tensión de la bragueta de
aquel desconocido se me olvidó lo único importante (aquello que siempre quiero) y no me dio tiempo a mirar la cara de
la mujer sino solamente sus nalgas embutidas en un simple trozo de tela azul,
sus jeans.
La misma admiración, perplejidad y
disposición elogiosa se apoderaron de mí ante ese trasero, la doble línea curva
ni gruesa ni escurrida de una mujer de unos treinta años.
Fogaradas y calambres me subieron desde
los tobillos por los ijares hacia el sexo con ganas irrefrenables, totalmente
irresistibles de pegarme por detrás a aquella carne, turgente como fruta
todavía no desinflada, plena como el vientre de una pera que ya pasó la edad en
que estaba verde y aún no llegó a estar amarilla.
Pensé que los escultores, los que crean
imágenes y dictan con ellas al público la dirección de sus admiraciones
eróticas, no habían hecho más que empezar a vislumbrar la perfección del cuerpo
de la Diosa; hasta en algo tan carnal como unos glúteos, tan desprovistos de
expresión... había Alma.
Y, como mi Verdugo Loco, mi Benefactor,
quise yo también correrme por un instante en que se corrió mi alma, obtener placer desordenadamente, entregarme al
sueño y a su vorágine... Y entonces sentí en la conciencia algo así como el
golpazo atronador y deslumbrante de una plancha de aluminio, cegador...
mientras la punta de mi glande a través de una fisura femenina emitía por cuarta
vez una secreción cremosa cuya eyección me sosegaba. Simientes de la Vida.
Y por más que intenté mirar el rostro de
La Dama, mi vista no consiguió despegarse de la zona que sostiene su tronco
como con elegantes almohadillas, azules, embutidas en su tela, musicales como
playas, atléticas como Iuventa, cíclicas como Flora y Estivalia.
Antes de que me sobreviniera otro de esos
resplandores epilépticos, la bella Mujer Rubia ya se había marchado dando
órdenes para que el excitado sirviente recogiese la hornilla, las inyecciones,
los compuestos, las hebras, la quetamina..., todo.
Y se había marchado sin que yo pudiese
asegurar qué facciones tenía. - El criado efectuó esas operaciones a todo meter
y, como un animal trastornado que huye golpeándose contra los arbustos, tropezó
al pasar con la esquina de la mesa de mármol que Ella por casualidad había
rozado con el culo. - El buen hombre, extraordinariamente sensible, se excitó
tanto que se derramó en sus propios pantalones, semejante a un místico entre las azucenas, Y mientras le
asaltaban las contracciones mecánicas de la pelvis en el reflejo orgásmico, tuvo,
- incomodísimo-, que soltar la bandeja
para que no se le cayeran las cosas.
Aquel ser de miembros enervantes por su
redondez parecía destinado a disparar el esperma de los hombres...
-
Señora,
¿por qué no dejas
que vea tu rostro lindo?
Pero ya se
había ido y yo también me entregué a recordar el retazo de su cuerpo, perfecto
como la roca oronda de mármol lamida por el torrente.
-
Señora, ¿por qué no quieres
que vea
tu cuerpo entero?
Pasaron al menos dos horas de meditativa
espera junto a la Piscina y como no tenía nada mejor que hacer y del Loco no me
atrevía a separarme por si se me moría, tomé una varita de almendro y sobre la
arena blanca que alfombraba los senderos de grava del jardín, escribí:
-
“Haz, Midama, que se
extinga,
que se
apague, que se muera.
Haz que
se le parta para siempre
el
órgano del sentimiento,
la vena
aorta entera”.
Me temblaba la mano de la
emoción del Odio. Pero no se leía bien ni se podían grabar los signos con
claridad como en la arena de la Playa. Había un cazamariposas bastante arcaico
junto a la mesa y con él estuve un rato limpiando de hojas la superficie de la
Piscina mientras cantaba:
-
Haz Gran Diosa que no alce
más la
cabeza ni los párpados,
que se
le agote la vida,
no le
llegue nunca más
fresco aire a la garganta.
-
Ojalá se muera –
-
repetí toda la tarde mi letanía agorera-,
ojalá
se muera, ojalá se muera...
Ojalá
se le reviente
la
mitral, se le colapse
una región
del cerebro
entera.
Ojalá
se muera.
Que
células cancerosas
le
pudran el ojo izquierdo y le gangrenen la boca.
Mientras le
maldecía iba imaginándome cada una de estas dolencias con la mayor vivacidad
posible, haciendo espontáneamente gestos blasfemos que se me antojaban (como
poseyéndome), emitiendo sonoras carcajadas (ya que nadie me veía) y sobre todo deseando de todo corazón para mi
Compañero esa clase de sufrimientos y de males.
- Pero no debí sentirlo con verdadera
intensidad, no hube de sintonizar del todo con la Maldición del Mundo porque no
surtieron el menor efecto: A la hora en que el sol se pone, se levantó mi
Captor.
- Tú sabes, ¿no? -
Dijo ahora con acento cubano, resultado casual de su resaca-
- Tú sabes, ¿no?, que en esta casa ocurren acontecimientos señalados...
- No lo
ignoro, padrone -le seguí la corriente-. ¿Los bigotes de
Mazarino, la palanca de la máquina del tiempo...?
- No bromees –susurró amodorrándose de nuevo mientras yo le llevaba en
brazos hasta el agua y él se dejaba caer en ella igual que una toalla o un
trapo viejo. - Me refiero, ¡imbécil!, a verdaderos acontecimientos.
Tras haber
pronunciado lo anterior sí cayó en un estado de anulación de conciencia casi
imposible de distinguir del sueño profundo ordinario donde el durmiente entra
en un colapso sin imágenes ni sueños REM , en lo más profundo de la
inconsciencia, inmóvil y laxo como un cadáver sin rigor mortis. Pero él
podía hablar mientras dormía:
- A veces viene por aquí el mayor poeta del siglo XX. ¿Sabes a qué día estamos?
- Lo desconozco por completo –contesté molesto; no me gusta andar
midiendo el tiempo con números y nombres que inventaron los hombres sino con
cualidades como el frío, la lluvia, el atardecer o el alba.
- Estamos a viernes y
es 13 de agosto de 2003. Quédate en mi casa y verás al Poeta Verdadero, el
poeta que ha ganado más dinero. Cincuenta y tres millones de copias había
vendido en 1997. Hoy muchas más.
- ¿Es acaso
verdadero o más verdadero porque haya vendido tanto? –Pregunté por la inercia
de hablar al sentido común. Pero hablaba con un Loco...
- No por eso, sino que
el demonio o el buen Dios le han concedido esa gracia en este mundo de ahora,
este ahora y este mundo que tú odias.
Se calló
dejándome intrigado con su rima resabiada... Roncaba, no decía nada... Se puso
el sol detrás de los setos de evónimo, cambió el viento alterando la
trayectoria de los surtidores, anocheció, vino el día, el dueño de la casa
seguía en un estado de somnolencia lamentable. Dentro, la servidumbre limpiaba
ropa, realizaba las faenas diarias, cocinaba y no nos molestaba.
El amo
dormía, yo limpiaba el estanque y aunque me entretuviera aún entonando palabras
gruesas, en realidad ya no estaban respaldadas por el odio, la hondura, el
acuerdo con las tendencias infernales de la naturaleza que hacen falta para que
se cumplan las maldiciones.
Pasaron los meses y al final ya sólo
le deseaba cosas que de verdad podía querer que le sucedieran, y en ellas sí
ponía el alma, y los poemas.
El 9 de julio de 2004 mi secuestrador
se despertó: tenía un aspecto rejuvenecido, pero con grandes bolsas en los
ojos.
- ¡Implántame ahora
mismo unos electrodos en el lóbulo dominante, cerca de la amígdala hipocámpica
izquierda! –Gritó. - Implántame unos cristales
de silicio cerca del centro productor del miedo especiados con esencia de
resina de secuoya y ámbar fundido por la Llama Violeta...
- ¿En qué
hemisferio? –Pregunté sin dejarme impresionar y apresurándome a cumplir sus
órdenes.
- En el dominante –contestó.
- ¿El
izquierdo, el izquierdo? –Chillé simulando estar muy nervioso mientras le iba
dando ya corriente eléctrica en el siniestro con el pequeño megabrain, electroshock o electrical
shot del tamaño de una tarjeta de crédito.
- ¡! En el dominante, imbécil¡! –respondió aquel hombre de hierro cambiándome de lado los
electrodos como quien cambia con indiferencia en el fogón la dirección de los
rabos de las sartenes; era zurdo. Eso lo explicaba casi todo.
A continuación, le administré 20 dosis de
30 milígramos de Lexatín 1.5; codeína en abundancia, Attacans y otros analgésicos en un cocktail que se inclinaba
mayormente hacia las tumbadas del opio kandaharino sin olvidarse de los ribetes
alucinatorios de la marihuana de Rótterdam. Le añadí algunas sugerencias
heroinómanas de las cavernas de Edimburgo y una pizca de detritus de base
tailandesa para que no se me desmandara.
Más que un sujeto, para mí era un
espectro multicolor; todavía tenía ganas de propinarle algunas pinceladas más,
quizás 15 o 30 gramos de semillas de harmel
dos veces hervidas durante un cuarto de hora en agua con un 30 % de jugo de
lima seguido de filtración... quizás un poco de d-leptaflorina (THH)...
Permaneció dormido durante 36 horas seguidas. Para mí habrían podido ser
36.000 millones de horas seguidas de espera, tan largas se me hicieron esas dos
noches y un día. En la segunda jornada ya me había acostumbrado a las espículas
de los pinos, a las graves hojas de las catalpas y aunque no brillara el
fósforo de la espuma como en la playa, había un estanque y un jardín.
Él seguía durmiendo, unas veces se reía en sueños, otras veces lloraba.
Y así entre unas cosas y otras pasó el verano. A veces mi amo deliraba con
canciones.
- “Mis camisas
siempre planchadas para
pasar
por ellos si que se note,
camisas
con magnoastasas satelinas
de
explosión simultaína.
Julia
Tomasenía fundó su DIAMOND CLUB REVOLUTION.DOGS´
en 1846
en su casa del Ampurdá, Nôtre Dame, Catalunya.
También
queremos pedir la muerte para el Pdte. De los EEUU de Norteamérica, para el
pdte. De la República Argentina, el Rey de España, El pdte. del Estado Español,
Bin Laden, Spencer Tracy, todos los directores generales o grandes accionistas
de la CNN, Microsoft Corporation, General Motors, Endesa y otros.
¡En las
bancas del Nuevo Mundo sólo se imprimen billetes
sin
pirámide,con medias lunas!;
los
sagrados sýmbolos del Alkhorán ya conquistaron la Tierra.
Julia
Tomasenía fundó su DIAMOND CLUB REVOLUTION.DOGS
hacia
el 1846 en su casa de campo catalana.
Ante la
afluencia de visitantes murió totalmente loca.”
Desvariaba, no tenía ningún sentido lo que
decía. Pero yo por si acaso musité venenoso, con intensa animosidad. Resentido
hasta el retestinamiento: “¡Maldita sea
para siempre tu alma y ojalá te mueras y te mueras y te mueras! Ojalá se te
pudra la carne del sentimiento entera. Y anda, quiera Dios que bien te mueras y
te mueras y te acabes para siempre y que te mueras...”
Permaneció dormido y yo le maldije día y noche sin repetir
demasiado las mismas fórmulas, improvisando
seriamente como un genio durante noventa días; había llegado el otoño y ya no había espículas de pino sobre el
suelo ni hojas de catalpa secas sino
hïelo, hielo de ¨invïerno ¨y más hïelo--- una helada casi instantánea se
declaró pocos meses después, la entrada
del padre Fall el Ventoso (como una infección se iban colando en mi
espíritu palabras surnorteamericanas de mi raptor, aquel vicioso fanático de
los psiquedélicos... y el gusto por el idioma de Francis Drake y de sir Walter
Raleigh, de Robert Frost y de Walt Whitman... acaso recuerdos perdidos de otra
perdida existencia o su voz, dudo a veces...). En este mundo del jardín del Loco,
el otoño no fue primaveral sino gélido.
Pero un día, ya hacia el final de la estación fría, la Mujer Rubia
volvió a salir. Estaba sonámbula. Fue a plena luz del mediodía y resultó
extraño porque yo creía que los sonámbulos emprenden sus aventuras solo por la
noche; más parecía una ciega o una esquizofrénica asaltada por varias clases de
alucinaciones. Pronunció unas palabras en el idioma más antiguo del mundo...
(Rara lengua: se dice que descendientes de la civilización de Lemuria todavía la
hablan en sus ciudades subterráneas del
Amazonas, y los atlantes del Tíbet, en sus cumbres.)
No
las voy a repetir: Nadie cree tanto en las palabras como los poetas, nadie
aprecia más que ellos lo que callan. Por ejemplo, la fórmula científica más
sencilla entre todas las posibles para acabar con la vida consciente de los
humanos (si se les puede llamar humanos a los mortales humanos) en el menor
tiempo posible; sin embargo lo recordaré con mayor claridad que los ojos de mi
madre, madre humana.
-Pronunció un conjuro en un idioma antiguo,
preternatural, el origen de todos los idiomas. Y volvió a ocultarse. Tal vez no
era más que una manera de bendecir el lugar al comenzar el tiempo de la
primavera. Una especie de ceremonia. Tal vez aquella mujer nunca alzaba su voz
en vano y para todos los demás intercambios utilizaba la telepatía o los
gestos. Tal vez ese era el idioma de seres sobrehumanos o humanos por completo
como los archidemonios, semidioses, ángeles y toda clase de entidades amables
con las que yo solía dialogar, ajeno a todo trabajo, en mi playa. Tal vez ese
era el idioma del futuro, o de los extraterrestres. Fascinado por sus palabras,
aunque no las entendí, tampoco esta vez pude mirarle a la cara.
-
¡Él es sin duda el
mayor poeta del siglo, del XX y acaso del XXI, cómo saberlo! –Exclamó entonces el insano como si más que las palabras de
Mujer Rubia, le hubiese despertado el murmullo de mis violentas reflexiones.
Tras tanto tiempo durmiendo, pero sin dejar de estar como estaba ni abrir los
ojos ni abandonar su postura acurrucada de durmiente; ahora llevaba puestos un
sombrero americano de alas plegadas y una manta alemana de Chauchât para los hospitales de tuberculosos de la Selva Negra;
estaba perfectamente preparado para afrontar
cualquier clase de frío de montaña-. Sin duda, al menos...desde la
muerte de Hoffmanstahl o, mejor, desde la muerte de Charlot... -Se echó a llorar al
ver que yo me acordaba de Charlot; estaba completamente desequilibrado.
- ¡¡Maldita
sea tu alma y ojalá en tus venenos te ahogues y que el fantasma de Belle Starr
y de Jezabel la monja te hechice por
anti-vidas!! –grité desvariando yo también a imitación suya.
Acaso fuera esa la mejor forma de entenderse con un chiflado; ponerse
más loco que él; busqué, al mismo tiempo, una jeringuilla con tranquilizantes
no derivados de las pamplinas en bulbos de Kandahar para mi compañero, mi
supuesto anfitrión el frenético; yo todo lo hacía con calma, infinitamente
hastiado pero mientras revisaba un cajón enorme que llevaba el nombre de “Sosegadores del sistema nervioso central
no-opiáceos” y le inyectaba un buen tiro de aluperidol con alcaloides
luna-nor-lúpinánicos y rohipnol, orfidal y metilfenhidrato (añadí al final casi
un gramo de heroína brown sugar, la
que había sido premiada en el último concurso internacional de Locarno), me di
cuenta, al concentrarme en mi fuerza y nada mirar de afuera, que a Charlot ya
lo conocía y a Hugo von Hoffmannsthal y a todo el mundo y a otros también sin
haberlos visto nunca, espíritus familiares, héroes, genios, diablos, buddhas ...
-
Y a él ¿te crees que no lo conoces? –me dijo desde dentro de mi cabeza mi verdugo, mi colega. -
Es uno que siempre va y que siempre vuelve.
Fue entonces, cuando reparé
en lo siguiente: Avanzando en la
soledad, en el afrontamiento lúcido de la muerte, podría el alma hablarse con
potestades como Dylan y Dalí, Buddha o Charlot, Quetzalcoatl y Hoffmanstahl...
Y a hombres de Neanderthal y de Nazareth yo igualmente, -si geniales-, en mi
playa los había conocido.
Bob DYLAN, CRÓNICas
I, “OH, misericordia”
- “ERA
OTOÑO en nueva ORLEANS Y yo estaba en el
hotel Marie
Antoinette , sentado por allí junto al estanque en el patio con G.E. Smith, el
guitarrista de mi banda . Yo estaba esperando la llegada de Daniel Lanois. El
aire era viscoso y húmedo. Ramas de árboles colgaban por encima, cerca de una
glorieta de madera que saltaba una pared del jardín. Los nenúfares flotaban en
la oscura fuente cuadrada y el suelo de piedra tenía incrustaciones de cuadros
de mármol en remolino. Estábamos sentados a una mesa cerca de una pequeña
estatua de Clío con la nariz cortada. La estatua parecía saber que estábamos
allí. La puerta del patio se abrió y Danny entró. G. E. que vigilaba el mundo
con un juego de ojos de azul acero que nunca parpadean, miró hacia arriba
cautamente y chocó la mirada fija de
Lanois con su mirada. “Te veo dentro de un momento,” dijo G.E., se levantó y se
fue. El patio estaba impregnado de
amables espíritus y de un vago aroma a rosas y a lavanda. Lanois se sentó. Era noir en
todo –sombrero oscuro, gafas negras, botas altas, guantes de quita-y-pon – todo
sombra y silueta- oscurecido, un príncipe negro de las colinas negras. Estaba a
prueba de rayaduras. Él pide una cerveza y yo tomo una aspirina y una Coca
Cola. Fue directo al asunto, preguntó qué clase de canciones tenía, qué clase de disco tenía
en mente. No era una verdadera pregunta –sólo una manera de empezar la
conversación “.
- ENIGMA SOBRE ENIGMA –pensé
tras escuchar al que era el mayor poeta del mundo según el loco.
Se trataba de
un hombre pequeño, flaco que ya había pasado la edad de su madurez, podría
tener 70 años o más y no había entrado por ninguna puerta.
Iba tocado con un sombrero americano gris de
alas plegadas, su boca tranquila quedaba enmarcada por un fino bigotito latino.
Si no hubiese sabido que era BD, - uno de los mayores poetas de todos los
tiempos (sobre todo desde la muerte de Charlot), - habría pensado que era un gangster cauto del Sur de Norteamérica.
Se parecía al majareta de la carretera
por su rostro afilado, aunque envejecido; podría haber sido un donjuán entrado
en la sesentena. Se parecía también al viejo juglar lascivo porque los dos
tenían más o menos la misma edad y una mirada indescriptible, infinitamente
sabia:
Cejas bien delineadas, pero con tendencia a
fruncirse en una mueca melancólica, pupilas azules que te traspasaban desde su
torturado fondo de patas de gallo circulares. Parecía, cada vez que te miraba,
como si te estuviese haciendo una pregunta personal. Y la agudeza que revelaba
su silencio no dejaba lugar a contestaciones banales.
-
Enigma sobre enigma –dije-.
Primero los lavadores, luego playa, luego Diosa, desterrado y luego el Loco,
luego el Viejo, luego bellas, luego el Loco, Mujer Rubia y ahora éste... – BD me miró un instante con alguna curiosidad;
como hablábamos idiomas distintos, debíamos entendernos por telepatía.
-
Enigma sobre enigma –dijo con un
marcado acento norteamericano, un inglés de Minesota con aderezos franglish-: “Si yo no hubiera existido, alguien habría
tenido que inventarme”.
Comprendí que
tenía razón, que no era una fanfarronada y, no sé por qué, busqué con la vista
al chiflado de la carretera, pero ya no estaba. Recordé que cuando finalizaba
su hibernación (un proceso que había iniciado en verano) el loco se había
puesto también un sombrero americano negro de alas plegadas. Como el de BD. Ya
no estaba. Pero eso no era lo peor, sino que la mansión con su inmenso jardín
también había desaparecido. Nos encontrábamos en la courtyard de un hotel de la ciudad del delta del Misisipí.
-
Señora, ¿por qué me aturdes?
Antes playas luego urbes...
Pero al
convocar de esta manera a mi fuerza, vi pasar por la galería de arriba una
figura rubia tal y como algunos súbditos pasan horas espiando las estancias
reales por si a lo lejos pudieran adivinar la silueta de Naru Hito a través de
las ventanas de su palacio o el perfil del Presidente de EEUU por la noche en
su despacho oval, vigilando la paz del mundo.
-
Persigue –me atreví a decir-
una ambientación bucólica, mundanesca, neoclásica, joker burlesque... Y nada más elegante que el espíritu de la última
reina de Francia –y pensé que desde niño me habría gustado conocer a aquella
princesa austriaca, chivo expiatorio de las truculencias de los descamisados-,
nada menos inquietante que dos cómplices en música sentados en la glorieta,
admirando los nenúfares. Sin embargo, no todo es calma y paraíso: el mármol del
suelo tiene un swirling de remolinos.
- Añadí con agudeza.
Al oír lo
de “swirling” el recién llegado se
levantó nervioso. Era como si el spanglish
le golpease los nervios... Muy tieso, las manos a la espalda como un viejo
monje, empezó a canturrear una de sus cancioncillas (la falta de repertorio no
era uno de sus problemas): “He venido por venir. / No
voy a trabajar más en la granja de Margarite. / No, no voy a trabajar más en la
granja de Margá. /Bueno, me levanto por la mañana, /Junto mis manos y rezo para
que llueva. /Tengo una cabeza llena de ideas que me están volviendo loco. / Es
una vergüenza la manera en que me hace fregar el suelo. / No trabajaré en la
granja de la Maggie nunca más...”
-
Antiquísima cancioncilla americana –exclamó desde algún recodo de mis caminos cerebrales el viejo
juglar lascivo (¡otra vez!); yo ya estaba distrayéndome-. Es una pena
cómo ella le obliga a los trabajos más modestos. Y su hermano, y su papá y su
mamá y la granja entera que cantan y canturrean mientras curras como un
negro... Pero –añadió imitando la melodía- la
que falta y está ausente no es otra más que... Maggie.
-
No está ausente pues es su
granja y es ella en primera stanza la
que le hace fregar el suelo –observé. – El hermano –proseguí mientras el
presunto poeta más grande del mundo daba
alguna muestra de
interés - el hermano en la segunda estrofa
es un personaje jovial pero nocivo. Tan pronto te suelta una propina y te lanza
un céntimo, como te multa. El papá en cambio es el negrero de toda la vida,
tortura a sus sirvientes apagándoles cigarros en la cara solo por bromear, pero
está bien protegido. La parte de la moral y de los principios se la lleva la ma: suelta sermones, es el cerebro en la
sombra del padre, se quita años (34 declara; y tiene 68) ...
-
Drôle de
famille! –Exclamó el viejo desde algún vericueto de mis
pensiles cerebrales- Un gamberro, un negrero,
una vana puritana... ¿Y no será que la Maggie es la que mantiene cautivo a este
hombre que se queja y que lo canta?
El creador de la
cancioncilla, -posiblemente el autor musical más prolífico del siglo XX-, se
sentó entonces de nuevo a la mesa de la glorieta y aguzando la vista muchísimo
pudimos ver en la retorcida comisura izquierda de su boca, un rictus levísimo pero
rufianesco que quizás guardara alguna semejanza con la mueca de un hombre
normal al sonreírse.
No decía nada y su mirada lo decía todo
mientras un tal Smith le instilaba en su proverbial oído (de perfecta
construcción, sin pelos de viejo ni picudas puntas, el lóbulo separado de la
cara como una gota de carne, bella oreja) lo que acaso sería una traducción
perfecta al inglés de Norteamérica de mis perfectas palabras.
-
Volviendo a la escena del
hotel –añadí precipitadamente, notando que me escuchaba y que mis muertos me ayudaban.
- Enigma sobre enigma. Está en Nueva Orleans, en el hotel María Antonieta (por
aquella a la que la III República de Francia debería pedir perdón) y aunque el
mármol sea un bello cuerpo en el suelo de piedra, es ondulante como un
remolino.
Noté que mi único
público, -posiblemente el heredero de Virgilio, de Nasón y de Catulo, vate de
la Era de Hierro- en cuya mirada huidiza, fugaz, casi autofulgente, yo había
empezado a distinguir un no-sequé de familiar que me inquietaba, BD se me
distraía.
Smith en cambio prestaba una atención algo
desafiante a mis palabras; era un alma más sencilla y sólo pensaba en cómo se
las traduciría a su amigo, pero su amigo tal vez había empezado a entenderme
directamente con el alma, más allá de la palabra y del idioma.
El Loco de la Carretera,
ese decadente casanova de pacotilla, se reía desde los senderos más
intransitados de mis caminos cerebrales, aunque físicamente no estaba, se
divertía muchísimo viéndome sufrir con la elección de palabras.
Tal vez yo ya me hubiera vuelto loco,
quizás fue desde antes de la playa, cuando por primera vez vi a los lavadores,
tal vez todos habíanse vuelto locos y yo desde la playa era el único aún con el
corazón de un cuerdo.
- “Some people are not human. They haven´t any heart or soul”. - Canturreó casi como silbara el mayor cantante de rock de todos los tiempos
tras Elvis, el primero de blues tras Robert Johnson, mayor artífice del pop junto a los Beatles,
el artista vivo más célebre tras la
muerte de Dalí, alguien que podía “hacer perder su mente a un hombre fuerte” .
Smith de una
manera mecánica se dispuso a traducírmelo al español. Pude haberle detenido con
mi mirada
- (yo no
sé, porque no miro
los espejos
ni los ríos,
de qué tono
es mi mirada) -
pero le
dejé continuar para examinar su versión:
-
Algunas personas no son
humanas. No tienen coraçón ni alma. –Dijo. Su
voz y su acento eran muy diferentes a lo que había pensado.
-
Decís “algunas personas” por
some people –dijo el Viejo Juglar lascivo en mi mente (pues materialmente
no se hallaba donde nosotros)- y yo solo digo: “Algunos hombres no son/ humanos, no tienen/
ni alma ni corazón”.
El viejo BD (compositor de canciones,
guitarrista, business-man, virtuoso
de la mandolina, no un “cerdo sin un ala”) me miró fijamente durante una décima de segundo
esperando tal vez mi versión; aquel guía de la escena musical, el presunto
portavoz de una generación, coloso de la tierra de gigantes, Buddha en ropas europeas,
podía ser muy modesto. Yo callé con el silencio del lento y del tonto, no con
el silencio de un sabio: No se me ocurría ninguna versión mejor (supe de
inmediato que esta falta de ingenio me acarrearía maldiciones, quiero decir,
demoras).
-
Volviendo al hotel, senyor, -me atreví a dirigirle la palabra
mientras Jean Souffrance el loco, en jardines y recodos subterráneos de mis más
ocultos caminos cerebrales se reía como verdaderamente solo puede reírse un
loco- y a ese... (¿me atreveré a decirlo?) a ese swirling...
-
Hmm, hmm- tosió aquella voz de BD (alive, in person, God bless Bob, Señor ten
piedad de Dylan) que alguna vez enamorara a todas,
irresistible como el Supremamente Atractivo...
Me
acordé (pues ya recordaba casi todo del mundo de los mortales –pronto mi
espíritu se iba a apegar a ese barro de saber cosas mortales, historias
verdaderas y pequeñas como las de ellos), me acordé de que ya había grabado una
Canción de la Tos. Yo me sentí muy honrado de que tosiera para
mí, de que se dirigiera a mí en un lenguaje tan internacional.
-Hay una estatua de la entidad que inspira a
la Historia, tiene la nariz cercenada, -agregué con la osadía de ser escuchado
por aquél al que escuchaban miles y millones de personas, el Príncipe de la
Protesta, la Voz de una Generación- ... así que habrá perdido el olfato. Pero
la estatua parece saber que están allí, que están haciendo Historia. Llega un
hombre que es una especie de príncipe vestido totalmente de negro. Este hombre
será el protagonista de una larga lucha de amistad. El guitarrista se va en seguida.
Así comienza un encuentro entre dos hombres...
-
¡Oh Mercy!
Uhhmm –tosió más enérgicamente aquella voz de leyenda,
era una tos que indicaba de mil maneras distintas que me callara.
Entonces
empezó a hablar otra vez él, el poeta verdadero, la Máxima Conciencia desde la
muerte de Charlot, su voz pertenecía a un pasado más pausado que mi impulsivo
presente, a una mente harmónica:
BOB DYLAN, CRÓNICAS
I, “¡Oh Misericordia!”
- “Danny
me preguntó a quién había estado oyendo últimamente, y yo le dije que a
Ice-T. Le sorprendió, pero no debería haberse sorprendido. Pocos años años
atrás, Kurtis Blow, un rapero de Brooklyn que tenía un éxito llamado “The
Breaks”, me pidió estar en uno de sus discos y me familiarizó con ese material,
Ice-T, Public Enemy, N.W.A., Run-D.M.C. Definitivamente estos tipos no estaban
dando vueltas a gilipolleces. Estaban golpeando tambores, haciéndolos trizas,
despeñando caballos por los acantilados. Eran todos poetas y sabían lo que
estaba pasando. Alguien diferente estaba destinado a aparecer más temprano o
más tarde que conocería ese mundo, habría nacido y habría crecido con él... ser
de él todo y más. Alguno con una cabeza cortada, coronada y un poder en la
comunidad. Será capaz de balancearse sobre una pierna en la cuerda floja que se
estira a través del universo y lo conoceréis cuando venga –habrá sólo uno como
él. La audiencia irá por ese camino y no puedo culparles. El tipo de música que
Danny y yo estábamos haciendo era arcaica. No le dije eso, pero eso era lo que
honestamente sentía. Con Ice-T y Public
Enemy, que estaban poniendo los caminos, un nuevo intérprete estaba destinado a
aparecer, y uno diferente de Presley. No estaría moviendo las caderas y mirando
a las niñatas. Lo estaría haciendo con palabras duras y trabajando dieciocho
horas al día. Sun Pie me mencionó a Elvis, dijo que Elvis era una mujer
amazona, un enemigo de la democracia. En el momento sonó como una chifladura,
pero al mismo tiempo no estaba tan seguro.”
“NI en español antiguo ni en
el spanglish moderno podemos entender al poeta
verdadero de 2004 cuando habla de sí mismo como de un poeta del pasado –pensé-.
Cuando habla de “otro” que vendrá, que aún no ha venido...”
Me hizo pensar en su enigma –el poeta que
vendrá- despertaba mi codicia de conocimiento, de versos...El aire estaba
cargado por el espíritu eterno de
aquella leyenda viva, que , tan
imprevisible como siempre, había hecho lo de siempre, lo que nadie más que él
podría haber querido: En vez de retirarse, de
huir como una pop star (lo que era; además de melodista, praying man, buddha, propietario o
expropietario de diversos bienes cotizables, joker, uno de los mayores compositores de canciones ligeras del
siglo...) aquel business man decidió
quedarse en la casa del loco. Ahora andaba
como una sombra por ahí, eclipsándose, emboscándose en los setos. Buscaba
volverse enmascarado y anónimo, pero ¿era posible?
Burlarse de él habría sido un poco como
burlarse de todas las majestades y méritos verdaderos. Me puse bastante
nervioso al intentar comprender a aquel paradójico Jesucristo contemporáneo,
aquel puzzle judío. En cierta forma me parecía absurdo que nadie le hubiera
todavía asesinado a él y a todas sus malditas cancioncillas. Entonces el Loco
pareció medio despertarse y deliró:
CANCIONCILLAS
Cantinela nel allegro dolore
Tangerine la cancioncilla de Saïd Taouïl el ciego,
semihüérfano, epiléptico, integrista
y no la canción de un brelga.
Cáncer de salud yo quiero.
Cancioncillas tuiavesas en Tiavea, ay, me alegro.
Cancioncillas para Heleni en arcaico puerto griego.
Cancioncilla americana
de Alaska a Tierra del Fuego.
Cumbias de mi XXI en tangos del novecento,
Bossa velha, hip-milonga... aun en blues algo celebro.
Cancioncillas de Lemuria, akáshicas las que quiero.
En el astral las tomamos; en lo físico las vemos.
Cancioncillas, no canciones; kirtam más que mantram
quiero.
Coro en Bélmez de difuntos, zumba de innacimuertos.
En un OVNI de la NASA tonadillas interpreto
Para un camisón de pulgas destinadas a Perseo.
Cancioncillas para baile en un raro puerto heleno,
Preeuropeo, ante-indoiranio, protoúrico, ur-egipcíaco,
arqueasirio, hemiarameo.
Jingle tolls en summer carols
en Mátala junto a Phéstos,
Christmas songs en winter eves,
rock ´n roll de marineros.
Hip hop flow más que hard rap sin swing prefiero.
Los aullidos de Modugno que los aguante Sorrento,
El licor de la saudade se lo beba un gallo negro.
Canción a la danubiana por viudo gitano checo tocado con
mi sombrero,
Carrer Ample, Citat Vella, víspera de la Diada en un bar
de brasileños.
Cancioncilla rajasthani en aldea del desierto,
Ricky ticky, hare
Krishna, qualaluded, cordel de absoluto ciego.
Canción de la liber polis en Liverpool escuchemos
Sobre un cabriolé no austriaco para eslovenos de Hierro.
Y aunque yo no lo cantara, el Veneto sería bello.
Una orquestina de vientos de judíos muy jocosos en
descampados del ghetto.
Dicen el nombre de Dios y asustado no me acuerdo.
Tengo la cabeza ya como un corro de cornetas, con timbales, cancioncillas y cencerros.
No hay acto en la actualidad del que arrepentirme puedo.
Cantar más al bello,-Él, que es, - y no tanto al bello
sexo.
QUERÍA DECIR EL LOCO DIVERSAS COSAS
con su cantinela y ahora para mí estaba claro su enigma, así como el del poeta
verdadero. Se parecían los dos un poco: eran sin duda hombres de ciudad con
tendencia hacia el campo como esas ciudades-jardines y green villages que los mortales una y otra vez han construido para no perderse nada
ni del campo ni de la ciudad.
Seguíamos al parecer en el
jardín del loco que por arte de magia había absorbido en algunos detalles (la
estatua de Clío), características monumentales del Hotel Marie Antoinette
de Nueva Orleáns. Sin embargo, el ambiente era triste como el mensaje del
donjuán de la carretera, los árboles obscuros.
Cuando nos callábamos todos, podía oírse encima del trino de los jilgueros y de
la preocupante expresión de algunas palomas, el rumor de la carretera...
Estábamos cerca de alguna ciudad, un cáncer de la Tierra.
Hallarme junto a BD, que no
llegó a ser más famoso que Jesucristo ni que Buddha pues no había –como en el
caso de Charlot- lugares donde hubieran oído hablar de él y conocieran sus
cancioncillas que no hubieran oído hablar de Cristo y su evangelio o de Siddharta,
hallarme junto a mi verdugo, el Loco, que parecía cada vez más repuesto, era
como estar ya en el Infierno junto a sus máximos jerarcas.
“Este hombre odia los
poemas y prefiere las canciones”, resumí intentando al mismo tiempo pensar en inglés,
aunque hablase para mis adentros en español. Era una manera de que el mayor
poeta del mundo pudiera entenderme. De hecho, se nos acercó e hizo un gesto
aquiescente con la cabeza (su gigantesca nariz hebrea estaba bien limpia, no
goteaba ni respiraba mal; deseé que el mejor aire durante muchos años entrara y
saliera de aquellas fosas).
DE NUEVO
EN RÍO DE GUERRA
ENTONCES PASÓ como un
efluvio el espectro musical del mayor poeta viviente y el Drogadicto, el
Borracho, el Loco, mi Captor, de aquella emanación fugaz pareció sacar vida y
en menos de lo que se tarda en contarlo estábamos de nuevo en su bólido
derrapando por las vacías calles del extrarradio en domingo de aquella horrible
ciudad del Sur de Europa.
El automóvil en las avenidas desiertas a
primeras horas de la mañana del domingo rompía toda posibilidad de tregua, toda
posibilidad de paz con su discurso de ruedas rechinantes, explosiones, humos,
su mundo hórrido de muerte que, al Loco, como la velocidad, le cautivaba tanto.
Atravesábamos acelerando
hasta los 140 los semáforos en rojo con ritmo constante hasta que al final se
volvían verdes y los cruzábamos despectivos, sin mirarlos. Yo estaba de acuerdo
con esa manera de conducir. Mi Captor ponía rumbo al Oeste, hacia playas del
Suroeste, en dirección contraria a la que me trajo, pues él me trajo, parecía
haber pasado una eternidad desde todo aquello...
Primero
Playa, luego Celdas.
Primero
el Loco, y Contusión, y luego el Viejo
y luego Bellas,
y luego el Loco; y luego Diosa:
Mujer
Rubia, Poeta Máximo, y ahora el Loco...
... Hacia playas semejantes a mi
playa. Amanecía a nuestra espalda y era otra vez la cinta de la autopista de la
Costa, la que en España por antonomasia se conoce como La Costa, tal vez
extrañamente ligada a mi destino.
-La llaman Carretera de la Muerte y es hermosa. - Mi Captor, mi Conductor bebía
tres botes de tres tipos de cervezas distintos y fumaba tres cigarros de tabaco
diferentes a pequeñas caladas rítmicas indicativas de una gran necesidad. Era
evidente que buscaba alguna clase de colapso y yo había llegado al punto de
desearle la muerte mientras dormía.
Hacía con el
coche unas eses exageradas de borracho, pero no había un alma, aunque se
subiera por las aceras o rozase la carrocería de algún automóvil aparcado.
Cuando entramos en la autopista y aprovechando la parada del peaje, se hizo una
raya de cocaína y cogollos de rauwolfia, haloperidol, clorpromazina,
flufenacina, clozapina, olanzapina y risperidona sobre el salpicadero del
volante. - Los chicos de las cajas nos miraban asombrados por la desfachatez
del borracho metiéndose lonchas.
Jamás habían visto un consumo de substancias
ilegales más declarado. El Loco, tras pagar un peaje voluntario de dos mil euros,
les conminó a ser discretos con flema de maquereau,
un savoir-faire de verdadero gangster;
y mientras iba hablando, iba bebiéndose unos chupitos de whisky en vasos de
cristal tallado con escarcha, que sacaba de un pequeño bar-nevera conectado a
la batería. - Se tomó por lo menos 4, de 4 tipos de whisky químicamente
incompatibles y para quitarse el mal sabor de boca, terminó por zamparse un
copazo de absenta con azúcar quemada que fue lo que más aterrorizó a los
empleados.
- Yo le miraba callado, sumamente tranquilo y
deseándole lo peor, mi alma le instigaba cosas deseadas a medias como que se
inyectase heroína en un brazo mientras miraba a la cámara de seguridad.
-Fue
dicho y hecho, y hasta tuvo la paciencia de instalar un reequilibrador de
imagen inalámbrico sobre las cámaras para que adoptasen nitidez y color. “Va a parecer un reportaje de la policía”,
les gritó triunfal a los chicos con la jeringa en la mano, contentísimo.
-Así iniciamos nuestra vida de viajes por la Costa.
MAL DE FEMME
VIVÍAMOS ahora como
fugitivos ricos cerca de la frontera en la Costa, bajo un clima invariablemente
benigno. El Loco se drogaba en los chiringuitos de las playas y yo le
acompañaba como su enfermero siempre mirando más al mar que su rostro de enfermo.
- Inexorable proseguía contando la historia de sus novias, como si ese
fuese el argumento oculto de su colapso - y yo le deseaba la muerte (que tanto
le estaba costando) con una rara intensidad, que se parecía al fervor y a la
intensidad del amor.
- Descifraba cada vez con cabeza más clara sus
descendimientos y sus pasiones. Ya ni siquiera necesitaba palabras físicas para
darle a entender por simple telepatía que entendía sus acertijos de Esposas
Místicas y todo lo demás. Él entendía que yo le entendía y ni siquiera
había que intercambiar un movimiento de cabeza.
-
Después de Sylvie, Michelle, después de
Michelle, Voyelles.- Recité sin entender prácticamente nada de lo que
decía, cada vez era más fácil desvariar con sentido tal como hacía él. - Él
siempre reaccionaba bien a esos zarpazos desde el lado obscuro de la psicosis.
La psicosis le tenía hechizado como un reino prohibido y ya no sabía qué hacer
para probarla. Ni megabrain ni drogas ni nada. Estaba desesperado por
volverse totalmente loco.
-
Después de Sylvie, Michelle. -Me concedió mirándome de pronto muy serio,
una mezcla de amenaza y respeto (porque en él nunca había respeto en estado puro,
sino que siempre parecía estar asociado de alguna forma al miedo). Mi forma de
desvariar con exactitud le asustaba un poco y sofocaba el fuego de su desprecio.
-
La segunda vez que apareció se llamaba
Michelle y tenía quince o dieciséis años, la melena muy negra, de espaldas en
la ventana a un puerto mediterráneo. Era bella, era francesa, sus piernas y sus
brazos estaban aquel verano absolutamente bronceados, su piel surgía sobre los
escotes del pecho y las piernas, siempre dorada, tostada, con recuerdo del sol
y de la arena por todas partes, como si desnuda estuviera morena en todos sus
rincones... Es muy difícil no estar todo el día preguntándose cómo será
totalmente desnuda. Tengo 13 años y todavía no he visto a ninguna chica en
cueros...
-
¡Y que
ese ser de Marsella se digne dirigirnos la palabra, jugar con nosotros, bromear
imitando con su tono afrancesado palabras españolas...! Michelle la joven
turista ideal. Siempre feliz. Siempre erótica. Siempre mirándonos divertida con
sus ojos inteligentes de ratón francés. - Infinitamente más coqueta que todas
las chicas españolas que habíamos conocido nunca a los diez años. –Cariñosa
como las caderas de Sylvie en el traspatio a la hora de la siesta. - Algo que
nos turbaba porque no sabíamos aún qué era coquetear ni conocíamos siquiera la
palabra sino esa suave respuesta de ella, a veces un exceso de mohines o de
teatralidad, algo que agradecíamos y a la vez nos quemaba. -El deseo antes de saber
que era el deseo.
-
Hasta que un día –prosiguió
cambiando el tono- a Sylvie le pasaba algo. Una enfermedad misteriosa.
Ya no sonreía tanto. Las mujeres se la llevaban como bajo vigilancia y era
triste que nos saludara desde lejos con su amable sonrisa de animal bello y
perfecto, dócil hacia el matadero: Pero
ahora iba desfallecida, la vimos a distancia, como si se la llevaran presa, o
enferma. –Ella se emocionó al vernos y no poder tocarnos como solía, y se echó
a llorar: Ella que siempre sonreía.
-
- ¡Algo muy, pero que muy grave le había
ocurrido a Sylvie! - Era seguro que tenía que ver con la sangre. -Buscábamos
una farmacia de guardia para algún medicamento de esa enfermedad tan angustiosa
que los mayores preferían ni nombrarla. Era como si buscásemos un antídoto para
el veneno que la está matando: “Va t´elle mourir?” Por fin Ángelo me
dijo: “Mal de femme”. Pero de
pronto Sylvie ya no era la que habíamos conocido. Y se la llevaban. - Sí, hacia
una ominosa ceremonia tribal solo para mujeres.
-
Años
después volví a ver a Sylvie: había crecido. Su cuerpo se había agigantado, sus
pómulos, inflándose, habían vuelto vulgar su cara. - Sus ojos ya no eran tan
grandes ni tan obscuros ni tan cómicos sino demasiado melosos, desprovistos de
embrujo. -Ya era una mujer. - Se había estropeado desde que le vino la regla
aquel día. -Nadie podría negarlo: Una verdadera mujer; una mujer hecha y
derecha: - Ya no me gustaba nada. -Nunca se lo perdoné.
VOYELLES
-
IRIA negra, Rosa Blanca, Emma verde, Lola
roja, Celia azul –recitó sobreponiéndose al melancólico
silencio.
-
Eso suena bien, suena goloso – sugerí
animado-. Como nombres y rostros diferentes de los que un adolescente está
simultáneamente enamorado, enamorado de varias.
-
Las novias de la pandilla de mi hermano –confirmó-. A no confundir con el ramillete de niñas
intratables que en el cumpleaños de Norberto Pérez-Parada irrumpieron en su
fiesta de cumpleaños y lo alteraron todo, y en ese mismo momento dejamos de ser
niños, de ser felices. Yo estuve más de un año sin abrir la boca.
-
Mocosas demasiado nerviosas ante las cuales
cualquier cosa daba vergüenza y cobraba un doble sentido hiriente. Hasta sus
nombres producían turbación pues se llamaban cosas como Marta, Mariví, Mayca,
Mayme e incluso Matilde, o todavía peor: Martina... Sus nombres eran raros y desagradables, a
veces grotescos, pero indicaban con su presencia que habían venido para
quedarse.
-
Parecían extraterrestres que se hubieran
mantenido al acecho durante años (pues, ¿dónde habían estado ocultas tanto
tiempo, vigilando nuestro planeta para lanzarse sobre él e invadirlo con
rapidez?).
-
Y sin embargo mis compañeros, a los que yo
miraba dolido, sin entender por qué sonreían tanto, qué les deleitaba tanto,
por qué estaban de repente tan cambiados, tan idiotas..., sí parecían conocer
de antes a las marcianas.
Fumó enfadado como si no les hubiese perdonado
nunca esa preferencia.
-
Sí, ellos ya conocían ese fluido de tontaditas
y flores, pullas süaves e insinuaciones veladas, faldas y colonias de niñas.
Traidores.
-
Esas intrusas lo alteraron todo cuando
entraron conducidas por la hermana de Norberto en su fiesta de cumpleaños. Todo
se hacía con una sonrisa bobalicona en los labios, a la sombra de un sobreentendido
sutil que provocaba una presión en el estómago.
-
No, esos instrumentos de martirio no. Ellas
no.
-
La siguiente vez que apareció no lo hizo bajo
la figura de una sola damisela como Sylvie o Michelle sino de Iria negra, Rosa
blanca, Emma verde, Lola roja, Celia azul.
-
Dime hoy, no otro día, sus
nacimientos latentes –le incité pues le veía triste como cuando
los hombres intentan recordar algo que solía darles paz. El sonido de las
palabras le procuraba automáticamente un profundo deleite.
-
Seguramente parecerá ridículo –prosiguió- igual que filosofar en exceso un hombre ya
no joven, que yo permanezca aquí forzando la reminiscencia de esos fantasmas
amables de la adolescencia, mitos eróticos de mis 14 años...
-
Y
mientras yo las evoco, ellas ya son mujeres de 40 de prósperas caderas y luchan
por criar hijos y desarrollar sus ambiciones socio-profesionales en la mediana
edad. Ahora algunas son señoras soberbias que bailan la lambada o dominan toda
una sección del edificio de Hacienda. Otras regentan agencias de viajes en
quiebra, otras no sé qué ha sido de ellas.
-
Solamente yo me he quedado colgado
contemplando sus floridas figuras a los 16: Se deslizan andando por la
carretera hacia el chalet todavía en construcción.
-
Parece un desfile de reinas alienígenas que
acaban de aterrizar e intercambian lisonjas con los terrícolas (los chicos).
-
Caminan muy lentas, como si llegar a la fiesta
no tuviera importancia. Es primavera y yo creo que están erotizadas como yo por
el polen y las flores de los árboles.
-
Cada una va acompañada por un hipnotizado, es
como en la fiesta de Norberto: los chicos caen en un hechizo en cuanto se ponen
cerca de estos seres. Pero en el caso de las amigas de mi hermano lo comprendo
mejor.
-
Porque yo mismo estoy hipnotizado: Voy con mi
padre en el Chrysler 150-S, adelantamos a la procesión de ninfas y postulantes
y casi no puedo creerme lo que estoy viendo: Es evidente que las muchachas con
sus blancos pantalones ajustados se encaminan hacia una fiesta de intimidades
carnales.
-
¡Qué bellas son! Solo de verlas caminando, me
mareo. Es como cuando en un barco tienes suerte y ves una manada de delfines
cruzando. Hasta entonces solo sabías que los delfines existían porque te lo
habían contado, los habías visto en documentales, solo por televisión.
-
Iria negra, Rosa blanca, Emma verde, Lola roja,
Celia azul – le alenté; ya no era un imprevisible
desconocido capaz de maltratarme sino un taciturno aplastado por el peso de sus
recuerdos. - Dime HOY sus nacimientos latentes.
-
Seguro que yo merecería el desprecio o la
conmiseración de una persona realmente digna –añadió
mirándome con una expresión de desdén que indicaba que no se refería a mí-
si me viese gastando mi vida en representarme el corsé velludo de Iria de moscas restallantes que zumban alrededor de pestilencias crueles. - Iria
negra, golfos
de sombra de reservados de alguna
macabra discoteca del inframundo donde le arrancaron el sujetador. El sujetador
de Iria era negro,
lanudo, caliente...
-
Y pensar que en este mismo momento –reflexioné compadecido- millares y quizás
millones de brutos se entregan a pasatiempos pregenitales similares mientras
que este hombre, este hombre...
-
Sí –exclamó-, tal vez me considerarían víctima de alguna
clase inusual de perversión si me oyeran hablar todavía de los senos orondos de
Rosa, candor de vapores y de tiendas,
lanzas de los glaciares altivos, temblores de umbelas. - ... Las
chicas tenían tetas; el poseedor de una novia era el poseedor de unas tetas;
las tetas más deseables eran las que gozaba el novio más envidiable; el novio
de Rosa era una especie de multimillonario...
-
Un hombre digno
–continuó, cada vez más deprimido-, tal vez su marido, se extrañaría si me
viera contemplando todavía el rostro redondo de Lola,
sus ojos redondos y negros de chica española. Y ¿dónde está ahora? Púrpuras, sangre escupida, risa de labios bellos en la
cólera o en las ebriedades penitentes.
Lola roja.
-
Diría seguramente que me
he estancado, que divago si sueño con Emma verde,
verde como la absenta, vibraciones divinas de
mares verdáceos, paz de pastos sembrados de animales, paz de arrugas que la
alquimia imprime a las grandes frentes estudiosas... Emma verde como el pulgón que trae la plaga,
verde como el cristal de las alucinaciones radiactivas, verde como la piel
inquietante de los marcianos.
Calló de nuevo. Oscilaba entre el entusiasmo
lírico y el llanto.
- Alguien cargado de razón me diría que pierdo el tiempo teniendo poco
tiempo si me entrego a estas rememoraciones de las que fueron hermosas hace
ahora tantos años, que juego a cultivar lo muerto, a perpetuar lo que ya se
fue, que me engaño fingiendo creer que
el Tiempo no engendra más invenciones si sigo aquí paralizado, fascinado,
recordando a Celia azul, de un
azul obscuro y ultramarino como los mares del Norte, el espacio entre las
estrellas, silencios atravesados de Mundos y
Ángeles, supremo Clarín lleno de estridencias extrañas... Celia azul y alta, pasmada como una cierva de grandes ojos
violetas. Azul como el plumaje de los cuervos, el delantal de cuero del
matarife a la luz de las antorchas, la súbita flor azul entre verdes, amarillos
y blancos del campo. ¡Oh, el Omega, fulgor
violeta de Sus Ojos!
Estuvo
llorando un buen rato hasta que pudo volver a hablar.
-
Cualquiera más sensato me preguntaría para qué
ando recordando a aquellas chicas, las enamoradas de la pandilla de mi hermano,
las que pasaron, las que ya no son, las que no podrían sostener el aura de la
leyenda de aquella primavera, las que caminaban entonces hacia el guateque en
el campo, en el garaje del chalet todavía a medio construir, donde se hundirían
en una profunda tiniebla con los chicos, la bebida y la música, las que se dirigen
hacia una especie de caverna.
-
Como si su única responsabilidad en esta vida
fuese llevar un nombre de colores, derramar la lotería de sus senos sobre las
manos de varios galanes sucesivos, contonearse lentas a lo largo de la vieja
carretera donde huele a pólenes y flores de olmos en primavera.
-
Iria
negra, Rosa blanca, Lola
roja, Emma verde, Celia azul... Cualquiera diría que estoy perdiendo mi vida, que ya he perdido mi
vida si aún las miro sonriéndome como entonces: Madres-ninfas hermosas,
fascinantes y mayores que me cuidan. - Cualquiera diría que me he quedado colgado
en aquel tiempo...
TRISTE, TRISTE, TRISTE.... El de los leones me había arrastrado a su pasatiempo y su pasatiempo
era triste como la autocompasión del viejo juglar por su propia habilidad, la
defección del macarra de carretera rodeado de políticos locales... Triste como
la mañana en que la Diosa no vino. Triste como este exilio de hierros, estas
luces, estas prisas... Las explosiones de los motores rugiendo a mi
alrededor. Y la lujuria fluyendo.
Señora, ¿por qué me pones
a estos
tres hombres tan tristes
en medio
de mi camino?
¿Qué
quieres que yo les diga?
¿Qué es
lo que quieres que haga?
No escuché de inmediato la respuesta como cuando Himpertin el bardo se
asomaba a mis jardines cerebrales. Sino que, muy lentamente, un poema triste se
fue elevando dentro de mí con ese ruido creciente que hacen las conflagraciones
del Cielo cuando se está armando una tormenta. Sintonizando con mi compañero,
mi verdugo - con vistas a entristecerle más todavía- desgrané tristemente lo
que sigue con voz lastrada por la comprensión más triste:
SEGUNDA ADOLESCENCIA
Esta gran capital de la provincia
belga o francesa
no es París
y llueve siempre.
Gris ciudad gravada por
grises moles de granito.
Corresponden por sistema a instituciones
donde nadie ha sido feliz nunca.
Las mañanas de domingo,
en la inclemente llovizna,
salgo con Pierre a buscar
los únicos agujeros en el muro de este mundo:
Noveluchos en los puestos.
La tierra es roja y negra en las afueras.
Muy fértil.
Apta para el cultivo
de óxido en Campo de Sangre.
Charcos que son espejos
de tristezas resignadas
asisten en tornasol
a la putrefacción del crepúsculo.
El gañido espeluznante
de una gaviota extraviada,
la explosión del barrizal
bajo la rueda de algún vehículo destartalado,
la niebla suspendida sobre los- pantanos
simbolizan nuestra falta de piedad;
la luna sepulta entre nubes negras
-semejante a una lámpara derribada entre cortinas
tras un episodio violento-
nuestro concepto de vida.
Da lo mismo:
Estaré borracho siempre.
A la hora de comer no tengo hambre,
a la hora de dormir despierto loco.
Me tumbo desnudo
en saledizos absurdos.
Pienso en nada
y presiento no sé qué…
Un gran placer.
Me rodea sin tocarme como un ángel.
RESOLUCIÓN DE LA GRIS ADIVINANZA Y PITANDO
-
¡ASÍ QUE ESTE ERA –me dije ya sin declamar- EL
MUNDO DE LOS MORTALES!: Gris cuando no se inebran y deciden a través de viejos
edificios respetables y grises, (feldespato, cuarzo y mica en las columnas de
entrada del antiguo edificio de Telefónica-), deciden someter la vida a un
orden como de lluvia y diversiones miserables e indecentes… Pero ni las novelas
al final bastan -añadí cambiando el tono como si estuviera descorazonado; cada
vez me iba volviendo más teatral a fuerza de actuar, pronto sería tan falso,
tan hipócrita como los que viven todo el tiempo delante de un público - : El
protagonista se ve empujado más allá del fétido río: hacia las afueras donde
reina una tristeza sólo comparable a la del campo donde dicen que se ahorcó
Judas. La gaviota anuncia una muerte
inmediata. ¿La del protagonista? ¡Quién si no! Su coche fúnebre es una
furgoneta Citroën Dos Caballos que se desliza clandestina, dando bandazos hacia
los pantanos con niebla: Todavía más lejos. Buen sitio para deshacerse de un cadáver.
Esta última parte consiguió interesar un poco al drogadicto
que destapaba dos tipos de cerveza narcóticamente incompatibles: cerveza roja y
cerveza verde, brewer’s
gold y fuggler, creo. Su afán por emborracharse me
pareció digno de admiración.
Qué
poco se cuidaba.
Sin embargo, consideré que, sumado a los
depresores, un poco de alcohol no le haría daño. A ver si pipándose un poco le
entraban ganas de agarrar el coche y lanzarse a lo loco por la autopista hacia
al Sur, hacia el Sur, por donde me trajo. El alcohol le daría valor. Que se
tajara un poco antes de poner el coche a 180. Por lo menos así saldríamos de
allí. Pitando.
-
Al protagonista le da todo igual –continué
determinado a reposeer a mi captor mediante hipnosis-. Es normal: Está muerto.
Mi anfitrión el loco se desperezó y sin dejar de practicar una especie
de hiperventilación yóguica (kumbakha) que deformaba su abdomen a
intervalos, se encendió un cigarrillo mentolado Dunhill y un cigarrillo More de
paquete rojo. Yo ya lo recordaba Todo.
-
Por eso a conciencia, como ciertos espíritus,
decide mantener la inconsciencia… Si eso fuera posible... Un solitario e
insomne erotismo asedia desde ventana de piso barato de gris ciudad de
provincias la noche de verano sin posibilidad de acontecimientos: Nunca ha
sucedido nada, no está sucediendo nada, no creo que pase nunca... A la
espera de no sé qué disfrute sobrehumano. Le rodea sin tocarle como un ángel,
concluye. Lo que indica que no es feliz ebrio tampoco. Lo presiente, pero no lo
toca. Es una canción de invierno y un himno a las inminencias.
Terminé y el silencio no fue interrumpido por un solo pensamiento ni
mío ni del politoxicómano. Ni un solo comentario mental.
La telepatía de espacios
sentimentales en blanco se hizo casi insoportable y vi que aquel impenitente
drogadicto se acababa de pedir no sin cierto sarcasmo un té blanco y un café
negro. Yo también me pregunté por pura curiosidad qué efecto le harían. También
se tomó una aspirina y una Coca Cola (imitando a Bob Dylan) antes de abordar
las bebidas calientes. Daba a las tres cosas pequeños sorbos delicados y
fumadas a los dos pitillos sin dejar de hacer flexiones abdominales: doscientas
de brazos y cien sentadillas. A veces tosía, se atragantaba con el humo y yo le
vigilaba por si le entraba una cianosis generalizada irle empujando con
maldiciones hacia el mar, hacia los pantanos para que se pudriera del todo. Era
un asceta de las drogas, de acuerdo, pero ojalá estas últimas le sentaran
rabiosamente mal; ojalá se muriera.
Comencé a entender sin
vanagloria qué era yo, quién soy: quien descifra adivinanzas y de ello
obtiene premios sutiles de ascensión a diversas dimensiones.
-
¡Así que así era el mundo de los
mortales! Desprovisto de delirio mas sin
un momento de paz, como jornadas de un genio. O jornada de mediocre en
localidad anodina. Brumosa canción de invierno asomándose al suicidio.
Guardé un silencio de mal
agüero tras estas últimas palabras y en seguida estallé sin pensar lo que
decía:
-
Y todo esto lo sé porque en espíritu estoy en
médulas del que canta adivinanza. Desde fuera no resuelvo sentidos de los
poemas sino como si yo los creara.
DOCTRINA POÉTICA DE
LA MELANCOLÍA
-Muy bien– añadió después de un rato en silencio-. Potingue
permanentemente pletórico de poemas, ¡ya hemos entonado otra cavatina! ¿Y ahora
qué?
Suspiré
considerando la dificultad de mi tarea: ¿Sería capaz de convencer a un hombre
tan derrotado?
-Estar triste –comencé
con süavidad para que no se sintiera adoctrinado- no es la única manera de
hacer poesía, aunque a ese estado se le atribuya un fondo profundo... –El de
los leones bufó fastidiado como todo comentario-... pues siempre parecerá más
lúcido, más sabio despotricar contra el ser consciente, contra el dolor de ser
vivo y envidiar al árbol apenas sensitivo, que cantar lo de “amemos y
vivamos y mil besos nos daremos”.
-
Piérdete, pesado –masculló
masticando el humo de su cigarrillo con la cabeza baja.
-
Sin embargo, -observé sin hacerle caso-
incluso en el carpe diem hay algo de triste si uno lo piensa...
-
¡Déjame en paz! –Me
gritó empujándome con un brazo rígido, como si intentara apartar de sí un
cadáver hediondo recolgado ante sus narices-. ¡¡A ella le gustan mucho
más duros que tú, por eso ella te ha dejado!!
-
Lo triste –insistí- es quizás más frecuente en
un ánimo poético y por eso está escrito que “no hay poesía festiva pues solo
del tiempo y de lo irremediable puede hablar”, pero incluso esos bellos
taciturnos se sitúan a veces en la vía intermedia, entre el llanto sostenido
por la fuga del tiempo y la sonrisa boba que santifica todas las novedades.
-
¡¡¡Noooo!!! –Tronó
golpeándome rítmicamente como si quisiera apartar de sí un bulto de carne que
se balanceaba a la altura de su cara.
-
Debes terminar tu extraña relación –proseguí
sin inmutarme- ampliándola o reduciéndola de acuerdo con los imperativos de
amenidad, armonía del conjunto y sobre todo fuerza de tus alientos en medio de
tanto monóxido de carbono... Pero en cualquier caso debes de terminarlo. No te
dejes en el tintero ni una sola. Así puede que te libres para siempre de tu
mal.
Quedamos callados en extremo y me asombró el silencio sólido que sin
proponérmelo mis palabras habían suscitado. El silencio de la Verdad.
Pero quizás era silencio del loco que declama
discursos incomprensibles por los pasillos desiertos del manicomio hasta que
escucha por fin el eco de su propio desvarío en las galerías surcadas de una
luz enfermiza, cargadas aún del olor a orines del loco, y se da cuenta de que
todos se han ido, de que habla solo.
-
La vía intermedia, ¿no? – Concluyó para mi asombro después de unos minutos.
-
Eso es – corroboré aprovechando ese fugaz
indicio de conciliación.
-
Claro. Y entonces te explicaré por qué a Ella
le gustan algo-más-duros-que-tú, por-eso-Ella-te-ha-dejado.
Como quedé callado y herido por sus palabras, él rio con amargura:
-
Está bien, muchacho, está bien: Ensayaré lo
intermedio. Total, ¿qué pierdo?
Y levantando la mano derecha con la palma hacia afuera efectuó un pase
mágico de difícil descripción en el aire.
De inmediato por los cielos mediterráneos desa
ciudad redobló un acorde angelical, un do-mi-sol de campanadas electrónicas
como las de la megafonía del aeropuerto. Pero estas abarcaron la ciudad entera
devastando mortuorias, imponentes, el resto de los ruidos incluyendo el de
campanadas de iglesias.
Y cuando se extinguió la
resonancia de la última nota, ya no estábamos en primavera ni en la Costa sino
en un miércoles de febrero cualquiera, una semana de invierno que no se va a
terminar nunca. Y no era una urbe del extremo Sur de Europa sino gris ciudad
de interior gravada de grises moles de granito.
El rumor de motores y de lujuria fluyendo, había descendido mucho. Nos
habíamos trasladado por ensalmo a la paz deste parque provinciano con su viejo
kiosco de música y su aún más vetusto casino del 900 con paredes amarillas.
- ¿Cómo está
ocurriendo esto! –Exclamé mirando al de los leones.
Pero él sonreía triste, lánguido, absorto en sus evocaciones, como un
mago aburrido de que sus trucos siempre consigan efecto.
A modo de explicación
salmodió lo que sigue alzando de vez en cuando con desgana una mano para
señalar un edificio o a un grupo de personas en el paisaje que nos rodeaba:
CIUDAD MALDITA
Esta es
la ciudad donde vienen a morir todos mis viajes:
De
Queronea hasta el Cicno y desde Susa hasta Esmirna.
Esta es
la gente que mata con sus caras contraídas
Por el
asco mis ensueños.
Gente de
era, monstruosa infantería de gañanes,
Antaño
terror de Europa.
Nunca
supieron cantar, nada supieron de flores.
Por eso
desde el principio tuve miedo y fui a esconderme
Para
levantar poemas lo mismo que mis hermanos
(Maricones)
para levantar sus vergas en la infamia deliciosa.
Esta es
la ciudad sin dioses,
Esta es
la ciudad sin cuevas.
Jamás
sucedió en su perímetro un solo hecho romántico.
No se
registran informes de brujas ni de diablos.
La Santa
Inquisición no fue menos siniestra
Que el
imponente destello de los Nuevos Ministerios.
La Virgen
solo dio origen a una progenie de gordas.
En el
Parque se calcinan los próceres y los chopos.
¡No soy
aquí bello nunca!
Se
deshacen mis máscaras de colores
Ante los
ojos astutos, comedidos y prudentes
De
treinta mil enemigos.
Esperan
con paciencia de hace años
La
humillación de mi aventura.
Aquí en
vez de dignidad,
Siento
ese fondo de culpa.
¡No es
esta la vida que yo esperaba!
Pero bajo
la canícula de vuestros llanos
Claudico
Como el
ebrio que despierta
Boca y
ojos contra tierra.
Y he llorado en mi búnker toda clase de poemas
Por dar
algo de humedad a vuestro aire,
Por
simular sobre el azul permanente,
El rojo y
la ondulación
De
fábulas personales.
Esta es
la plaza donde nunca me enamoro,
La calle
donde no va a surgir
El
resplandor de los ojos
De un
amigo.
Ni una
voz pronuncia ya las sílabas de mi nombre
Si no es
para llamar
A un
extraño con mi nombre.
Las
calles que no he pisado son las únicas que amo.
Mi
verdadera familia no me conoce apellido:
La
lisiada y la errabunda,
Los
vendedores de rosas,
Los
poetas fracasados que matáis de aburrimiento.
El yonqui bello como Jesucristo que se llamaba
Jesús
Se
extingue con su jeringa por el amigo perdido
Que le
quitara a su novia.
Y otro
Jesús se suicida.
Conventos
del extrarradio,
Celosías
del convento,
Plaza de
la Inmaculada, invisibles pobladoras,
Márgenes
venerables...
Sobre todo,
esos vestigios del viejo ferrocarril,
Residuos
malenterrados del que llamabais Caudillo,
Acacias
de las afueras,
Patio de
colegio
Donde no
juega mi infancia...
Cómicos
compatriotas,
Malabaristas
de viaje,
Desconocidos
de paso
Muchas
gracias por prender
Un breve
gesto de amor
En el mar
de la arrogancia.
VOYELLES
Epílogo
-
Maldita ciudad –exclamé conmovido.
-
Ciudad maldita –repuso
él. - ¡Todavía puedo verlos en un lado de la terrible plaza donde se
desarrolla el drama del erotismo adolescente! - Junto al kiosco de tebeos están
las Martas, las Marivíes, las Maycas, las Martinas, las Marías de martirio.
-
Ya ha pasado un año desde que se
materializaron en la fiesta de Norberto y aún no he aprendido a decir nada
interesante, a sonreír con naturalidad, a mover como los otros las piezas deste
ajedrez delicado. Ni siquiera sé cómo colocarme: Apoyado en una sola pierna,
jugueteo nervioso a levantar la otra y a volverla a bajar, la mirada fija en el
suelo, pero los sentidos fanáticamente atentos a las sutiles ocurrencias,
tontaditas y flores, pullas blandas y piropos velados de mis entendidos
camaradas.
-
Aterrado por el olor a colonia de chica de las
faldas tableadas de sus uniformes, ni siquiera se me ocurrió que debajo desas
faldas existieran los tactos suculentos, los aromas sucios y deliciosos que en
mi infancia conocí bajo las bragas de Anita (tendría menos de 6 años).
-
Marta García-Rink, Mayme Amorós, Martina
Aliseda, la bella Teresa Casado..., sus
nombres con apellidos eran imponentes, fascinantes como Sylvie, pero no tan
dulces. Una vez hablaron con los chicos de la pandilla de la masturbación y confesaron
que lo hacían con el teléfono de la ducha, el pico más o menos afilado de la
almohada, incluso cristalinos golletes de botellas. Yo no estaba el día que
hablaron de eso.
-
A veces alguna reparaba en mí, El Poste, y me
preguntaba si me pasaba algo. Las chicas levantaban sus ininteligibles ojos y
durante una milésima de segundo... me miraban.
-
En los guateques ni siquiera era capaz de
cumplir esa labor sustitutiva de los que no tienen chica: poner discos. Me
ocultaba en un rincón mientras en torno un siseo de ósculos, sujetadores que se
desprenden, elásticos, murmullos cariñosos, risitas íntimas... Yo, las dos
manos sobre las rodillas, consciente de mi tormento, soy desgraciado y lo sé,
sin la menor esperanza de que ellas me sonrían, me pregunten por mis platos
favoritos o la raza de perros que prefiero como hacía Sylvie.
-
No lo pasaba nada bien, pero debía someterme,
como todos los demás, a la nueva obligación de galantear.
-
Y, sin embargo, antes de acercarme una tarde
más, a eso de las cuatro menos cuarto al kiosco de tebeos, puedo hacer un alto
en la otra parte de la plaza donde están Iria negra, Rosa blanca, Emma verde,
Lola roja, Celia azul. Ellas siempre me saludan simpáticas, como a un gracioso
y pequeño personaje.
-
Ellas
sí tienen culo y bragas perfumadas, lotes de tetas que valen una fortuna. Aquí
soy feliz, se me ocurren cosas que decir y siempre tengo éxito. Noto que las de
la pandilla de mi hermano me quieren y me protegen. Pero solo puedo quedarme un
rato.
-
Solo un poco: Ya llegan mi hermano y sus
colegas haciéndose los bestias, haciéndose los chulos. Ya me marcho bañado por
cinco miradas de conmiseración tan dulces que es como si languidecieran por no
poder acariciarme como a un peluche. Ya me encamino hacia el otro lado de la
plaza, hacia mi deber, hacia el campo de la indignidad, las vergüenzas y las
humillaciones. Ya me encamino al kiosco.
Se echó a llorar de miedo
y de odio a la vida como si estuviera enfrentándose de nuevo a la misma
situación. Pobre poeta.
LA VÍA INTERMEDIA
Para consolarle
un poco le tomé de la nuca y le susurré mientras le acariciaba: “La vía
intermedia, la vía intermedia”. Manoseo y ternezas ante las cuales
reaccionó muy bien: dándome un codazo sequísimo que casi me descoyunta las
costillas. Se le inyectaron los ojos de sangre y tenues hilos de baba brotaron
de sus labios enrojecidos por la cólera sin que de sus ojos se hubieran borrado
del todo las huellas viscosas de sus anteriores lágrimas. Por un momento me
pareció que le crecía rabo.
-
¡¡ Suéltame sebosa sentina de sevicia!! –Bisbiseó salvaje e insensato.
-
Esto debe terminarse –me dije -. No voy a
canturrear más tornas, no voy a revolver más versos ni más pes ni más eses (eso,
aunque mis sienes ya estén, inconscientes y conscientes, insidiosas,
estremecidas de susto, deslizándose como peces avisados por si acaso hacia
eso...). No más trucos. No más máscaras. Y si quiere golpearme que me arree.
-
Esto debe terminarse –proseguí-. Debo
marcharme de aquí, separarme deste sujeto tan triste, perseguidor de lo triste,
estar solo... Pero ¿cómo? Me he perdido por ceder a la ilusión de su cuento,
como hacía yo en mi playa. Fueron dos conjuros, dos poemas en un tiempo de
casinos provincianos y de plazas recoletas.
-
Deben quedarle –reflexioné- dos mil nombres en
su agenda de sylvíes, meretrices, michelles, irias, menstruaciones suculentas.
¡Si no hemos llegado ni siquiera a su
adolescencia! Le quedan 3500 millones de hembras. No terminaría nunca...
Y ya me aprestaba cruzándome de brazos y cuadrando heroico el gesto a
recibir un buen mamporro, bofetada o pellizco de mi vecino cuando en vez de eso
le oí murmurar, como el apuntador en un teatro, la entrada de una canción:
- “Leones, leones, leones.
Leones en el baño en la bañera.
Chupando
su estantería.
Revolcándose
en el salón.
Comiéndose
sus camisas”.
-
Los leones son ellas, ¿verdad? –Me apresuré a
repasar, por si así salíamos del sortilegio.
-
Las más bellas –sonrió.
-
Él tiene un problema con los leones.
-
Es evidente.
-
Él tendrá una lista –aventuré.
-
Por supuesto –confirmó
muy contento de mis progresos.
-
Esa lista no ha sido escrita –sentencié. -
Pero nosotros podemos conocerla.
Entonces el Rey
de la Carretera me miró y sus ojos me atravesaron con su brillo de plata. Como
los ojos de las amantes cuando quieren que cesen las palabras -recordaba...-,
como los ojos del que va a lanzarse a la violencia cuando no quiere que se
digan más palabras.
Y entonces
comprendí quién era yo, el sentido de la vida, del alma, del mundo, la famosa
cuestión de Dios y todos los misterios de la vida en general.
Fue un
relámpago. Y entonces se me apareció en formas y colores el fluido maléfico
pero blanquísimo que rodea la presencia y los movimientos del Maldito
Drogadicto, mi Raptor-Benefactor. - Era una substancia de seducción sexual o yo
que sé lo que le resbalaba por todas partes... Qué asco. Para eso le prefería
peligroso, e imprevisible, e insidioso, y perverso, como antes...
- Y no podía
responder a su mirada tensamente inquisitiva que, sin suplicármelo, me sugería
que siguiese.
-
No te asustes, pequeño –me dijo leyendo mi pensamiento-.
Se trata de la vía intermedia que tú mismo me dijiste.
-Con esto ya,
sinceramente, supe que nos habíamos sumido en la sima de la vesania y de la
venalidad. Gobernaban nuestras mentes esos espacios vacíos, que no se sabe para
qué sirven, vesículas no usuales insaculadas como súcubos en las decusaciones
de sus sesos.
Pero este
prodigio de estupefacción no nos duró mucho porque en seguida efectuó con ambas
manos un pase mágico en el aire y casi de inmediato resonó por los cielos de la
Ciudad Maldita un sonido transcendental
semejante a un zumbido de una bramadera que iba creciendo de potencia,
inundando toda la comarca, ensombreciendo un territorio del tamaño de la India:
- Desde el Oeste avanzó el rostro gigantesco de una mujer, como una procesión
de nubes, el rostro de la mujer cuyos rasgos nunca puedo ver, la única que
siempre busco, lo único que siempre quiero. Atravesó el horizonte de un
extremo al otro, más triste mas más hermosa, más lenta pero más dulce que cosa
alguna deste universo.
Así
volví a sentir a Diosa.
Y TODAVÍA SEGUÍ
LLORANDO cuando se disipó la visión y mis sentidos
se destaponaron explotando: una miseria estridente de cláxones y destellos
de metal como estiletes en el centro de los ojos me recibió. (Por un momento me
pareció que estaba en la plaza de Embajadores de Madrid hacia 1982; pero fue un
déjà vu de otra novela). - Yo lo veía como el que viene de un mundo
submarino, como de vuelta de playas. Fuera del líquido amniótico, sufrir las
aristas de las cosas. - Observé también que el aire desta otra ciudad era
más marítimo, más fresco, sentimental...
Entonces por
fin pude volverme hacia mi compañero: -
Ya no le vi como un perro vagabundo, un maldito de las calles, alguien
que te capta para su secta, te contagia su delirio y no te deja escapar.
Él seguía
mirando al cielo donde ya no pasaba nada y sonreía como si no nos halláramos en
un siniestro parquecillo frente a la comisaría sino en algún lugar de idilio,
desde el cual contempláramos el océano o alguna otra maravilla natural.
-
De Ella no íbamos a hablar. ¿Era realmente mi hermano?
- Nos
levantamos sin decir palabra, y fuimos a buscar el vanidoso documento, la
lista.
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